La primavera abre las puertas de su gran Coliseo para que sea representada la Pasión de Nuestro Señor sobre el histórico escenario de Sevilla. Que no hay obra en la tierra con tanto esplendor como la que escribió el pueblo sevillano, con tinta de fe y de fervor, a través de los siglos. Una pasión tan exclusiva como modélica y apostolizante que, según Sevilla, comenzará con el alegre repicar de las campanas de la Giralda en la mañana procesional del Domingo de Ramos, alrededor de Santa María de la Sede. El olivo y la palmera, dos símbolos populares de victoria, pregonarán la llegada del Señor desde el altar mayor de la catedral hispalense. ¡Bendito el reino que llega, de nuestro padre David! ¡Viva Dios altísimo!

Un grito por el que todos correrán para ver a La Borriquita salir por la Puerta de los Palos. Los niños gatearán por las columnas de las Gradas buscando tener el lugar de privilegio de Zaqueo, el pequeño sevillanito que, para ver a Jesús, trepó por el tronco de la datilera de su paso, en la misma rampa de la Plaza del Salvador.

Cada año, nuestra pasión comienza así su magna representación. Una pasión que, la misma tarde del Domingo de Ramos, nos enseñará a Cristo Despojado de sus vestiduras en el Gólgota de la Plaza de Molviedro, o incluso crucificado y muerto por Cuna y San Julián bajo las legendarias devociones de Amor y de Buena Muerte. Una Pasión incomprensible para muchos y fascinante para todos. Una pasión sin orden ni concierto que todos interpretamos con orden y armonía porque de esa forma lo contempla el bendito testamento de nuestros padres y predecesores, aquellos que antes de dejarnos, se preocuparon de enseñarnos bien la lección de continuar con sus encomiendas de labor nazarena, caminando con la cruz de nuestra fe, impregnada con el sabor de nuestras tradiciones, porque las túnicas penitentes se rocían de la mezcolanza de aromas que la yunta de primavera y tradición desparrama sobre el gran drama... Azahar y cera, incienso y torrijas, clavel y garrapiñada. Una familiar aleación de fragancias para pulverizar el perfecto equilibrio "entre lo divino y lo humano" sobre una Sevilla orgullosa de ondear el estandarte universal de "Tierra de María Santísima", el gran manantial del que brota el agua bendita que bebe todo el universo cofradiero.

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