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Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

No es de alarma, es de guerra

Un coche de la Policía Local por las calles de Sevilla.

Un coche de la Policía Local por las calles de Sevilla. / Juan Carlos Muñoz

EN estos días de paranoia y frivolidad hay que alertar contra la temeridad y hasta la chulería, que la hay. Ya ha brotado la figura del bravucón que espeta el “a mí nadie me dice lo que tengo que hacer”.Como los niños se quedan sin clases y muchos adultos han sido facturados a sus casas y dejado las oficinas casi vacías, la necedad galopante –que se multiplica casi a la misma velocidad, o con más, que el coronavirus– ha llevado a muchos a considerar que se trata de unas vacaciones inesperadas. Y van y cogen los bártulos, cargan el coche, amarran a los niños en el asiento de atrás y cogen carretera y manta rumbo a la playa o a la sierra. ¿Qué parte de la frase “quédense en casa” no entienden? ¿Lo ven como un capricho del Gobierno? ¿Tan convencidos están de que eso es algo que les pasa o les pasará a los demás pero no a ellos?

No estamos en un estado de alarma. Es un estado de guerra con un enemigo siniestro: el Covid-19. Es el único enemigo y es un enemigo común. Es el enemigo de todos. No es cuestión de alarmar, pero no trata bien a sus prisioneros, no atiende a convenciones internacionales sobre derechos humanos y todos, cualquiera de nosotros, estamos en su punto de mira. Creerse inmune a su ataque es un error fatal que facilita la agresión del virus, no ya propia, sino ajena. Es comparable a lo que pudiera provocar alguien que en un bombardeo aéreo nocturno encendiera una lámpara fluorescente.

Espeluznante no es hoy un término exagerado para calificar lo que hicieron desde el viernes muchas familias, en su mayoría de Madrid, que optaron por todo lo contrario a lo que hay que hacer para colaborar en la contención de la pandemia. Los episodios de La Pedriza, en la sierra, con el aparcamiento de coches atestado, hasta el punto de provocar un más que severo y justo reproche del 112, y el del éxodo hacia las playas del Levante, principalmente las de Murcia, donde el Gobierno autonómico ha tenido que decretar su cierre y el confinamiento de 376.000 personas por la “irresponsabilidad de madrileños que han entendido la cuarentena como unas vacaciones” en la costa, indican la altura –aunque habría que decir la bajura– que puede alcanzar el egoísmo insolidario de muchos, que le han querido encontrar su gracia a esta gravísima crisis.

Con menos repudio pero con la misma vehemencia hay que dirigirse a quienes atenazados por la histeria invaden los supermercados desesperados, compartiendo empellones, repartiendo empujones y hasta provocando peleas por un paquete de papel higiénico. Este delirio obligó a numerosos encargados y empleados de los establecimientos a repetir hasta la afonía que no habrá desabastecimiento porque los productos se reponen a diario. Esa masificación delante de los estantes de alimentos y por consiguiente después en las colas de las cajas, es también otra ventaja de la que el enemigo, el Covid-19, se aprovecha para propagar su letalidad. Estamos así propiciando su victoria y firmando nuestra derrota en una guerra para la que no valen ni el pacifismo más pueril ni la neurosis colectiva.

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