La gran contribución de las redes sociales es que permiten conocer mucho antes a toda clase de individuos y sin necesidad de gastar un euro, oiga. Cómodamente desde casa, en su sofá de Ikea, con una breve mirada al teléfono durante el intermedio de la película o en la pausa de la serie de Netflixmientras los demás acuden al locum. El presumido, el narcisista, el que anhela notoriedad, el que no se resiste a retransmitir su viaje, el que desea ajustar cuentas o simplemente vomitar su mala baba, hace tiempo que encontraron su pista de despegue en las redes, en ese mundo digital donde el buen gusto tiene escasa cabida, donde las medias verdades hacen su agosto y en el que, como dicen los médicos, el mayor espacio lo ocupan los enfermos, los que se duelen, los que se quejan, y el menor es de los sanos, aquellos a los que les funcionan los tratamientos.

Los políticos de todas las tonalidades no paran de meter la pata en las redes. No calculan el alcance de sus mensajes. Esta semana hemos vivido el enésimo capítulo no de maldad, ni mucho menos, pero sí de mal gusto. Calificar a un personaje fusilado hace más de 80 años como tarado es simplemente una demostración de falta de tacto. Se ha cumplido el manual a la perfección: el concejal de Vox que redactó el mensaje que insultaba a Blas Infante lo borró, al ver publicada su barbaridad decidieron huir hacia delante tanto él como su partido al jactarse de la descalificación y, además, afirmar que había sido "suave". Por supuesto, mataron al mensajero y calificaron los hechos de "pequeña polémica". Pero, ay, varios medios de comunicación locales y nacionales se hicieron eco de inmediato. Y la Fundación Blas Infante, con toda la razón en este caso, calificó los hechos de "bajeza moral". Y ahora ya no era culpa de un único mensajero. ¿Qué pasó? Que el concejal de Vox, que se había venido arriba, pidió disculpas y se cayó del machito en el que creyó que se había aupado. Game over, señoría. Mala fama, señor capitular.

Las ligerezas se pagan. Nadie puede menospreciar al prójimo con el calificativo de tarado, mucho menos si quien emite el juicio es un responsable público, y peor aún si se hace contra alguien ejecutado por un pelotón de fusilamiento hace ya tantos años. Se puede discutir su ideología, sus opiniones, su posición ante los problemas y el mundo que le tocaron vivir. Faltaría más. Pero jamás incurrir en la ofensa. Si esto es la nueva política, mejor bucear en la piscina y no sacar la cabeza hasta que acabe el verano. Esto suena a algo muy antiguo. A comentario desahogado en la barra del bar, con serrín en el suelo, palillo en la comisura del labio y escupitajo en la papelera, a legítima sobremesa tardía con amigos en la que las lenguas engordan tras cada sorbo, o a intento torpe por ganar seguidores en la red social de turno.

Vox subió con el discurso de la unidad nacional, al señalar el complejo del PP en asuntos clave para el electorado de derechas y al denunciar el quebrantamiento de la presunción de inocencia del varón por el mero hecho de serlo en la Ley contra la Violencia de Género. Pero pierde crédito cuando sus cabras se tiran al monte de la desmesura, cuando se confunde la denuncia contundente con el mensaje radical, cuando se trata de amparar la ofensa con la libertad de expresión. Todo muy viejo para ser envuelto en celofán tan nuevo. Sigan viendo la serie tras la pausa y mejor que dejen de mirar el móvil.

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