Recuerdo que, cuando tenía 12 años, me obsesionaba la llegada del Apocalipsis. Una siempre ha sido muy amiga de la prosa legendaria desde que era insultantemente joven para leer libros con una tipografía inferior a veinte.

Aquella imagen me aterraba y fascinaba al mismo tiempo. ¿Cómo podría destruirse, en una masacre tan humana, una obra divina? Mi inquietud, y la reciente democratización de internet me llevó a rastrear imágenes de este pasaje. En aquellos años estaba en auge la trilogía fílmica de Tolkien, por lo que esos seres del inframundo se me asemejaron bastante a los que se dibujaban en esas cintas.

No fue hasta años más tarde, con una visión menos fantasmagórica y más aprehendida de este libro, cuando me aventuré a compartir mis disquisiciones con un sacerdote.

Como ustedes sabrán, las Escrituras deben interpretarse. Aquella percepción tenebrosa y oscura que tenía de niña no distaba mucho de lo fría y desalmada que puede volverse una realidad.

Una creación divina se destruye en el momento en que, entre toda concordia, todo equilibrio y todo amor al prójimo, se interpone la vileza humana.

Los cuatro jinetes no tienen que tener nombre, no tienen que venir en corceles, ni tienen que ser múltiplos de dos. Los cuatros jinetes conviven y existen en muchos ámbitos de nuestra Beatífica Semana: y la están destrozando.

Quizás ese Apocalipsis lo estamos suscitando nosotros. Quizás entre rencillas, luchas de egos, amagos de protagonismo, alardeos de superioridad… Entre hybris y vanidades, no nos damos cuenta de que estamos quemando el presente que quiso concedernos Dios.

Si su máxima expresión es el hombre, ¿por qué no conciliar en el regalo de su Arte?

Da igual en qué sentido cabalgue ese caballo; si procesiona hacia atrás, si procesiona hacia adelante. Si sobre ese jamelgo marcha el Azote de Dios, el rencor y la autarquía, no volverá nunca a florecer. Veinte siglos después, no quiero pensar que vamos a ser nosotros los que pongamos trabas a Dios, al menos, una semana.

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