La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Qué clase de presidente o qué clase de persona
Cuando en los albores de mayo de 1945, se extendió la noticia del fallecimiento de Hitler, acaecido en Berlín al finalizar abril, cientos de millones de seres humanos experimentaron sentimientos de desbordada alegría, contenida satisfacción o alivio. Y no pocos millones, que previamente se habían estimado seguidores o admiradores, fueron presa, por el contrario, del estupor, el abatimiento o el dolor.
El consenso casi unánime de los investigadores sociales presentó a posteriori al finado, hasta nuestros días, como una figura particularmente nefasta en la moderna historia mundial. Conforme a este análisis, en el pensamiento y acción del padre del nacionalsocialismo se engarzan, de modo fatal, los rasgos más repulsivos del siglo XIX en el que transcurrió su infancia: racismo, imperialismo, militarismo, antisemitismo, obsesión eugenésica…
La confluencia, a lo largo del tiempo, de esta visión académica, con relatos menos sutiles de vocación propagandística, ha facilitado el reiterado recurso a tan negativo recuerdo, como cortina de humo para cegarnos ante otras maldades coetáneas. Nos referimos, por ejemplo, a los democráticos dirigentes que decidieron sepultar Dresde bajo los proyectiles de fósforo o volatilizar en segundos las indefensas urbes de Hiroshima o Nagasaki, en sendos bombardeos atómicos. Sin olvidar a los despóticos Stalin y Mao, estrategas de terribles episodios genocidas, opacados ante la apelación al Holocausto.
Para las generaciones anteriores a la juventud actual, a la que mayoritariamente este personaje resulta ajeno, la demonización de la que fue objeto lo dotó de un aura luciferina que involuntariamente fomentó una atracción positiva por parte de reducidas minorías en las más variadas latitudes, a menudo en naciones que lo habían combatido con las armas.
Como cualquier ciudadano informado puede recordar, en el seno de estos círculos han proliferado toda clase de inadaptados y sociópatas, culpables algunos de ellos, de gravísimos actos violentos, sucedidos en lugares tan distantes entre sí como Noruega o Nueva Zelanda. No obstante, sería impreciso ignorar que la intranquilizadora nostalgia también caló, en otros casos, en pacíficos abogados de causas perdidas que no vacilaron a la hora de afrontar, en su defensa, un proceso de autoinmolación individual ante una multitud para la que su ideología era indiscutiblemente aborrecible.
En España, tenemos una muestra conocida en la persona del editor y librero Pedro Varela, cuya trayectoria nos ilustra acerca de los límites que cercenan en los sistemas constitucionales, el pleno ejercicio de aquellas libertades que consideramos más básicas. Así como sobre la capacidad de los poderes contemporáneos y laicos para determinar –con la misma efectividad que las viejas jerarquías religiosas– ámbitos de herejía y sojuzgarlos.
Consciente de ello, y para curarme en salud ante una indeseada interpretación maliciosa del sentido de estos párrafos, no he dudado un instante en autocensurar su título.
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