Brindis al sol
Alberto González Troyano
Vieja y sabia
Sine die
Si el cierre de una librería es siempre un hecho doloroso, no digamos si le ocurre a la que uno ha frecuentado durante décadas en busca del remedio para saciar la pasión por los libros. Desde su apertura en 1985 he acudido a la librería Céfiro un mínimo de una o dos veces por semana. Eduardo y Luis han sido para mí, más que libreros y amigos, farmacéuticos de guardia, siempre dispuestos a facilitarme los títulos apropiados para el tratamiento del virus de la pasión lectora. Porque los libros educan, enseñan, distraen, forman, pero también obsesionan y desquician. Si no que se lo pregunten a Don Alonso Quijano El Bueno.
El escaparate de Céfiro debería haber sido protegido por la legislación de la misma forma que debería haber sido el de Casa Marciano en la calle Lineros. Sus mesas de novedades eran toda una muestra de lo mejor de la literatura actual. Allí no tenían cabida los best-sellers ni las baratijas impropias de una librería, que para eso están los supermercados y los grandes almacenes. Luis y Eduardo eran capaces de conseguir los ejemplares más raros de las editoriales más desconocidas, como debe ser la labor de un auténtico librero. Conocedores de los gustos o las vías de trabajo de los que éramos habituales, nos tenían al día de aquellas novedades que pudieran resultar interesantes. El librero de confianza llega a ser algo tan importante como el médico de cabecera.
En cierta ocasión, con motivo de descambiar el regalo de un novelón infumable, me dirigí al encargado de la sección de libros de una gran superficie. Le pedí una edición de las poesías de Fernando de Herrera. No la encontró en el ordenador. Me dijo que si ese señor hacía más de cinco años que había publicado sus obras no me sería fácil encontrarlas. Sin comentarios. Entendido así el mercado del libro no merece la pena. Sigue siendo ésta una ciudad bravía en la que hay cada vez más tabernas, en tanto cierran las librerías. Pobre ciudad que no da siquiera para mantener un par de ellas de verdad. Me consuela saber que Céfiro no ha cerrado, como suele ocurrir, por falta de clientes e insostenibilidad económica, sino por la jubilación de sus propietarios. Larga vida a Luis y Eduardo y que el Céfiro, viento del oeste suave y favorable, siga soplando para ellos y para cuantos nos quedamos huérfanos de un espacio en el que nos sentimos felices. No hay duda, es la vida misma: Tempus fugit.
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