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Anglia

Prende el discurso que defiende un repliegue identitario como respuesta a las incertidumbres del siglo

La renuncia de Gran Bretaña a seguir formando parte de la Unión no es una buena noticia para los europeos, pero es probable que sean los británicos quienes vayan a padecer las peores consecuencias de la nefasta gestión de la crisis por parte de sus políticos, que pusieron los intereses partidarios por encima de los de la nación -de las naciones que conforman un Reino Unido cada vez más desunido- y han alimentado el más bajo patrioterismo o se han mostrado incapaces de contrarrestar la propaganda embustera, no distinta en lo fundamental de la desplegada por los defensores de las esencias entre los ya exaliados del continente. Es verdad que el euroescepticismo de las Islas se remonta muy atrás en el tiempo y posee allí características propias -la solidez de la democracia parlamentaria, una acusada conciencia de singularidad, el recuerdo de un Imperio que de algún modo sobrevive en la Commonwealth-, pero lo que convierte el discurso aislacionista que ha logrado traspasar las barreras ideológicas en una caricatura indigna de su tradición política e intelectual no es lo que tiene de específicamente inglés, más que británico, sino lo que lo relaciona con otros similares que en toda Europa -y también fuera de ella- defienden el repliegue identitario como respuesta a las incertidumbres del siglo. Y no es necesario sentir un especial entusiasmo paneuropeo para desconfiar de los promotores de la retórica nociva, basada en cálculos de resultado incierto, que entre nosotros han empleado quienes alientan la deriva separatista de las autonomías más prósperas o han reaccionado contra ella agitando el espantajo de la Reconquista. A finales de los noventa uno de los escritores ingleses más valiosos de su generación, el remainer Julian Barnes, publicó una lúcida y bienhumorada distopía donde imaginaba que un parque temático ubicado en la isla de Wight, llamado Inglaterra, Inglaterra por su intención de concentrar los tópicos asociados a la identidad nacional, se independizaba del país real que, desplazado por el éxito del simulacro, acababa llamándose Anglia, salía de la Unión y declaraba su "segregación del resto del planeta y del tercer milenio". Escrita en clave de farsa, la novela merece una relectura no por su cualidad profética, sino por la finísima inteligencia con la que trata de los desvaríos y mixtificaciones de ese mal antiguo, el nacionalismo, al que remiten muchos de los problemas de nuestro tiempo. El mismo Barnes ha definido el Brexit como una "aberración" y como un acto de "masoquismo engañado", pero por desgracia no es su viejo y orgulloso país el único donde han proliferado los vendedores de falacias consoladoras.

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