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Relatos de verano

Enrique García-Máiquez

Aristócratas anónimos (7)

URRUTIA interrumpió el vals pegando gritos a Yolanda. Era el plan: observar quién tendría tolerancia cero (dijo él, que usaba mucho la expresión) al trato igualitario entre sexos.

-¡Me has pisado… -gritó; y veinte pares de ojos de policía atisbaban la más mínima reacción heteropatriarcal en la sala.

Se apagaron las luces del palacio. Todas menos un foco que apuntaba a la espigada Blanca bailando con su padre. Y cayeron del techo pétalos de rosa que levantaron "ohs" de admiración y de aplausos.

-Todo muy cursi, pero a graves males, grandes remedios -susurraron al oído a Yolanda, que sintió un pañuelo de seda friísimo y levemente perfumado en la nariz. También llevaba cloroformo, notó desvaneciéndose. Pelayo dejó caer el pañuelo y la recogió -otro pañuelo- nuevamente en sus brazos. El palacio estaba a oscuras, algunos fogosos lo aprovechaban para besarse, y no llamó la atención una pareja abrazada más.

En la escalera no pudo recrearse tanto. La luna se filtraba por las grandes cortinas y un policía concienzudo les preguntó adónde iban. Por suerte, la cara de Yolanda iba reclinada sobre el pecho de Pelayo como en un cuadro prerrafaelista.

-Se ha mareado por el síndrome de Stendhal. Los pétalos, la música, el baile… Salimos a tomar el aire.

-Pues la luna llena quizá la ponga peor -advirtió, galante, el agente.

Pelayo comprobó, orgulloso, cómo Aristócratas Anónimos estaba transformando a la policía, tras nueve meses investigando sobre el terrorismo estético.

En la calle, a la vuelta de la esquina, esperaba Helena con su vespa azul. El contraste del traje largo con la vieja moto era una maravilla. La brisa de la noche de abril despertó a Yolanda, que puso cara de pavor.

-No te asustes, te estamos secuestrando.

-Ah -suspiró tranquila-. Temía haberme unido a una banda terrorista como quien no quiere la cosa.

-En absoluto, vienes por la fuerza y hasta drogada. Es una escalada en nuestras actividades terroristas. Pasamos de derruir horrores a robar bellezas. La hermosura es adictiva.

-¡Hay prisa, "don Juan"! -cortó Helena.

La vespa salió disparada. Yolanda se dio cuenta de que iban sin casco. Se preocupó. Estos muchachos no respetaban nada.

Pelayo logró alcanzar el salón cuando se encendían las luces y los que se besaban ponían cara de disimulo, los demás aplaudían, las amigas de Blanca lloraban, Blanca enrojecía, el marqués buscaba al responsable de la horterada de los pétalos, la madre de Blanca lo criticaba con sus fieles y la pareja actual del marqués se mostraba extasiada del cuquísimo detalle. "Habrá que recogerlos inmediatamente, antes de que alguien resbale o me pongan todo perdido", pensaba, profesional, Alberto, el mayordomo de la casa.

Urrutia estaba desencajado. El plan había salido mal. Le dolía en su amor propio y también, aunque a ese grado de introspección él no alcanzaba, porque le habría gustado gritar más a Yolanda, como venganza subconsciente de tantos desaires. Ahora la buscaba y no la veía. Preguntó a los policías esparcidos por la fiesta. El de la escalera principal le contó lo de una chica que se había desvanecido por el síndrome de Stendhal.

-¡Imbécil! -gritó el comisario enfurecido- Si alguien nombra a Stendhal en esta fiesta de pisaverdes hay que detenerlo de inmediato. No es ni presunto ni nada, sino un pedazo de terrorista, idiota.

-¿Lo dice por mí, comisario? -preguntó Pelayo con aire casual.

-Esta vez no, aunque ya sé que usted imita a los terroristas. ¿Dónde ha estado toda la noche, por cierto?

-Viendo bailar a Blanca bajo los focos y los pétalos, naturalmente.

Hubiese seguido interrogando al joven, aunque sólo fuese por descargar su rabia en alguien con más cara de tonto aun que él, pero se acercó un agente.

-En el suelo, entre los pétalos, han encontrado este pañuelo de seda. El perfume apenas disimula el cloroformo.

-Los aristócratas anónimos han raptado a Yolanda. Lo supe desde que oí mentar a Stendhal.

-¿Cómo no los voy a admirar, querido comisario, si tienen un gusto exquisito? -apostilló Pelayo que había estado presente en toda la conversación como si fuese uno más del corrillo.

-¡Pedazo de idiota!

-¿Lo dice por mí, comisario?

-Esta vez sí.

Yolanda y Helena habían parado la moto en un carril de tierra a las afueras de la ciudad. Helena había sacado un cigarro del bolso y lo había encendido con una calada satisfecha. Yolanda se dio cuenta de que estaba en manos de unos auténticos suicidas.

-¿Qué habrá sido de Pelayo? -preguntó por asociación de ideas.

Helena la miró con cariño.

-Estará haciendo el tonto, sin duda.

-Como nosotras. Y ahora, ¿qué? Debería detenerte por detención ilegal. Me diste con la vara aquella vez porque me pillaste desprevenida. Ahora podría reducirte con mi karate sin demasiados problemas.

-Hay algo que nunca podrás hacer con nosotros: nada sin demasiados problemas.

-Pero no puedo desgraciar así como así mi carrera de policía. Adoro mi trabajo y no soy, además, una pija como tú, lo necesito para vivir. Este lío vuestro es una idiotez romántica que no llevará a ningún lado.

Miró a Helena. Quería ver cómo le habían sentado sus amenazas e insultos, si iba a intentar algún tiro de esgrima. Seguía fumando y sonriendo. Qué guapa era.

-¿Tienes novio, Helena? -le preguntó, debatiéndose entre la profesionalidad y la camaradería.

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