Tribuna Económica

Rogelio / Velasco

Boyer

01 de octubre 2014 - 01:00

BUENA parte del programa económico con el que el PSOE se presentó a las elecciones generales de 1982 era impracticable. Demasiadas manos habían intervenido y estaba lleno de contradicciones. Y también de mucha buena voluntad, hay que decirlo, para construir cuanto antes un Estado del Bienestar que nos acercara a Europa. Paro, inflación y balanza de pagos. Ese era el orden de prioridades que aparecía en el programa socialista y que Felipe González no se cansó de repetir durante aquella campaña de 1982.

Todas esas promesas, unidas al entorno internacional próximo e influyente, conducían a pensar que la política económica iba a ser heterodoxa. Unos meses antes de la formación del primer gobierno de Felipe González, nuestra vecina Francia -de la que llevamos copiando códigos y políticas desde hace dos siglos- se embarcó en un ambicioso y arriesgado programa de expansión fiscal para sacar a la economía de la recesión en la que se encontraba; meses mas tarde, el Gobierno de Mitterrand tuvo que dar marcha atrás ante el desplome del franco, provocado por la muy negativa reacción de los mercados.

En ese entorno, cabía esperar era una formulación similar de la política económica en España. Sin embargo, Felipe González tuvo la lucidez de nombrar a Miguel Boyer como ministro de Economía, que diseñó y ejecutó un programa muy alejado de lo que electoralmente se había prometido. Si en su lugar se hubiese llevado a cabo la política económica prometida durante las elecciones y que defendían Alfonso Guerra y todos sus seguidores -entonces muy influyentes- este país se hubiese sumido en una crisis brutal, con consecuencias desastrosas desde el punto de vista económico, y más aún del empleo.

Cuando Boyer se hace cargo del Ministerio, la inflación se situaba en el 14%, provocando una perdida de competitividad enorme de nuestra economía. A las pocas semanas decretó la devaluación de la peseta en un 8%, para alinear el tipo de cambio con nuestro nivel de competitividad. Esa precisión en el nivel de devaluación no improvisada. Las estrechas relaciones de Boyer con el Banco de España -en cuyo servicio de estudios había trabajado a las ordenes de Luis Ángel Rojo, clave en la economía española durante 30 años- le permitió tomar rápidamente la decisión para fijar una base sólida para una futura recuperación. Cuando abandonó el Ministerio en 1985, el IPC había bajado hasta el 8%.

Al mismo tiempo, la deuda publica crecía de forma galopante. En 1982 representaba el 25% del PIB, habiéndose duplicado en solo tres años. En 1985 saltó hasta el 43%, resultado de una acelerada destrucción de empleo y del enorme coste fiscal que representó la reconversión industrial, centrada en el Pais Vasco y Cataluña.

Boyer decretó una medida sorprendente y muy discutida: emitir letras del Tesoro sin retención fiscal, lo que equivalía a que el Estado se financiara con dinero negro. Paradoja de las paradojas. Pero entonces sólo el 25% de la deuda que emitía el Estado se financiaba de manera ortodoxa, es decir, en el mercado y sin forzar a las instituciones financiera. El 75% restante era comprada por el Banco de España y por las instituciones financieras a través de coeficientes obligatorios. La situación era desesperada y había que adoptar medidas heterodoxas e imaginativas. Culto, brillante, con aires de cierta arrogancia, Boyer se desentendió de la ideología para aportar soluciones realistas a la desesperada situación económica a la que el primer gobierno socialista se enfrentó.

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