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Gafas de cerca

josé Ignacio / Rufino

Carisma

SEGÚN la Real Academia, el carisma es la "especial capacidad de algunas personas para atraer y fascinar", y en clave religiosa es un "don gratuito que Dios concede a algunas personas en beneficio de la comunidad". Tengo para mí que el carisma, una vez que se le atribuye a alguien públicamente, no hace ningún bien; no beneficia ni al propio carismático ni al sitio donde el carismático vive atrayendo y fascinando. Adolfo Suárez, sobre el que todo se ha dicho en los largos últimos días, no pasaba por ser carismático. Sin embargo, la utilidad de su figura política es hoy innegable, y ya lo era antes de morir, por supuesto. Cuando el carismático por antonomasia de nuestra historia reciente, Felipe González, decía en la radio que Suárez no se escondió entre los tiros en la asonada de Tejero en el Parlamento porque "sabía que no iban a por él", todo el carisma de Felipe se transfirió a Suárez de inmediato. Y abandonó a González. Decepcionante.

El pasado miércoles, en el Foro Joly, Felipe González pronunció un discurso encantador, tocado por la gracia natural de quien seguramente es el estadista español contemporáneo de referencia. Las anécdotas parlamentarias de la Transición en la que fue jefe de la oposición y presidente se entrelazaban, más o menos, con las grandes tendencias planetarias: la China y los Brics, la estupenda gestión de la crisis estadounidense, el dólar bueno y el euro malo, la esencia y el futuro de la Unión Europea, las brechas de riqueza en el mundo y sus riesgos, su México querido, el parque temático en que puede convertirse la vieja Europa. Y también la relatividad de la corrupción política española o su diestro manejo de la presión catalanista como gobernante; mil cosas, ahora aquí, ahora allá.

Suárez murió joven porque hacía muchos años que había muerto para este país. Lo desaparecimos. La mala salud hizo el resto. Forever young, dice la canción, joven para siempre. La dignidad queda a salvo al morir joven. El encanto queda indemne. Para quienes no mueren jóvenes, y más tras ser grandes hombres o mujeres, hay más vida, pero la fama corre riesgo de deteriorarse. No es tan fácil para el gran hombre envejecer cuando la salud te respeta, y cuando el poder -el grande- desaparece de tu vida, habiéndolo tenido, tanto y tan formidablemente. Es entonces cuando eso que llamamos carisma se deteriora, cuando sólo la nostalgia de los incondicionales sustenta el encanto del carismático. Es entonces cuando la soberbia parece ganar a la humildad. A todos nos gustan más nuestras fotos pasadas que las recientes. Es, sencillamente, ley de vida.

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