La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Una nueva Sevilla en altura
EN las playas más cercanas a las marismas la marea deja algunas tardes costras de cieno en las que los niños juegan a embarrarse sin importarles su textura excrementicia y en los más distinguidos balnearios los artríticos y estresados se embadurnan con el lodo terapéutico soportando vapores hediondos, después llega el poeta y canta que la rosa más fragante brota en medio de la charca más fangosa.
Algo así nos ha pasado con la corrupción política, que hemos terminado conviviendo con ella como un producto más de nuestros días, consintiéndola igual que agua pantanosa que ha ido subiendo el nivel sin diques que la frenen. Si no lo hace la naturaleza es el hombre el que tiene que levantar los muros de contención, pero aquí hemos optado por dejar que los saurios se ceben hasta hartarse y hagan la digestión de su banquete refocilándose en mantos de cieno, lodo y fango cada vez más extensos.
Y así un día y el siguiente, con un caso y otro más y una operación policial o judicial hoy y mañana, con esos nombres que les pone el bautizador, un empleo que han debido crear en los despachos de las comisarías como el de negociador o francotirador, el agente que se dedica a nominar los dispositivos que descubren al ex director general, al ex consejero, al ex vicepresidente, al ex ministro, al ex alcalde y a no sé cuántos ex concejales y al resto de la caterva aprovechando -como dice François de Closets citado por Javier Pradera en Corrupción y política. Los costes de la democracia- que "las fronteras de la honradez retroceden tan lejos que hay que ser realmente un imbécil para no ceder a la tentación de franquearlas".
Y así la expresión de lelo se nos dibuja en la cara al resto, votantes en una Catatonia ingenua y sumisa, mientras flipamos con lo magníficamente que trata la corrupción política tal o cual serie de televisión estadounidense, italiana o escandinava en esta moda tontaina a la que hemos decidido entregarnos, prefiriendo que directores, guionistas y actores nos entretengan triturándonos en la turmix de la ficción -como a los bebés con sus primeras cucharadas de puré- el indigesto menú que tenemos que papearnos en nuestra dieta real, rutinaria, esa que se recalienta en cocinas pringosas que dan a callejones donde bailan y ríen las ratas.
Después, en el comedor público, engullimos en silencio con la vista clavada en la tele. Va a empezar la enésima temporada de Estercolero.
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