¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Comercios difuntos

El turismo, el final de la renta antigua y los nuevos usos de los consumidores amenazan a la tienda tradicional

Los negocios, al igual que los imperios y las civilizaciones, nacen, se desarrollan y mueren. El cierre de tiendas, cafeterías, colmados, cines, librerías, ultramarinos, drogerías, galerías de arte, ortopedias o despachos de vino, por tanto, responde al orden natural de las cosas. La aceptación entre darwinista y senequista de este principio universal no significa, sin embargo, que no llevemos como heridas sangrantes algunas pérdidas irrecuperables. Probablemente, cada sevillano tiene su particular valle de los caídos, su listado de comercios difuntos a los que poner las flores de plástico de la nostalgia. Podríamos improvisar a bote pronto el nuestro: la bodeguita Sanlúcar, en Pagés del Corro, donde ponían el mejor bacalao con tomate de Eurasia; el bar Alcaicería, en la rúa homónima, en cuya penumbra agarramos algunas dulces melopeas; la librería La Roldana, el cine de verano Avenida y su selecta nevería... Descansen en paz todas esas ruinas donde fuimos felices. Leemos estos días la última entrega a la imprenta de Juan Bonilla, La novela de un buscador de libros (Fundación José Manuel Lara), y no podemos evitar la punzada tramposa de la añoranza cuando el jerezano evoca las librerías de viejo de Sevilla de finales de los ochenta y principios de los noventa, muchas ya desaparecidas o convertidas en zombis que habitan el frío tanatorio de internet (Trueque, el Desván, Miau!...). Para que no nos tilden de apocalípticos, diremos que en los últimos tiempos también hemos aisistido a la pascua florida de la muy noble y trapense hermandad del tocho de lance. Ahí está la aún flamante librería Boteros, un lugar acogedor y chic que contradice la -muy pocas veces merecida- fama de zarrapastrosos de los del gremio.

La pasada semana supimos del cierre de la tienda de aeromodelismo y maquetismo F. Cuevas, uno de esos escaparates curiosos que todavía quedaban en Sevilla, como la Cuchillería Regina, la tienda de artesanía antigua Populart o la sombrerería Antonio García. Cualquier paseante sabe que, más que sus monumentos y sus espacios pomposos, una ciudad son sus árboles, sus bares y sus escaparates. No son buenos tiempos para ninguno de los tres. Con el cierre de Cuevas se cumple la ley biológica señalada al principio, pero hay que ser muy ciegos para no observar que estamos asistiendo a lo que un ecólogo llamaría una extinción masiva del comercio tradicional. El turismo insomne, el final de la renta antigua y las mutaciones en los usos de los consumidores, cada vez más entregados a la compra en internet, están amenazando de muerte estas tiendas. Por si las moscas, cuando pasamos por algún comercio curioso o fin de raza -digamos la filatelia Carmen Rodríguez o Grabados Laurence Shand-, nos paramos un rato para celebrar su amenazada rareza.

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