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DESPUÉS de cuarenta años de deberes sin derechos era lógico que pasáramos el sarampión de los derechos sin deberes. Se suponía que era eso, un sarampión de democracia adolescente que se curaría con el tiempo, y que finalmente construiríamos una sociedad equilibrada entre libertad y orden.

No ha sido posible. Se ha impuesto una cultura de individualismo, disfrute y consumo en la que la única intolerancia asumida es la intolerancia a la frustración: nadie quiere privarse de nada. Está prohibido prohibir, que es cosa de fachas y cavernícolas. Todos los días se inventa un nuevo derecho. Las declaraciones de derechos humanos de la ONU y de las Constituciones democráticas se han quedado cortas y obsoletas. No dan cabida a los nuevos derechos humanos recién salidos del horno de la moda.

Ya hace tiempo que el sector juvenil más botellonero ha teorizado y consagrado el derecho humano a la diversión. La etarra Beloki ha sido capaz de convencer a los magistrados de la Audiencia Nacional de que la dejen en libertad provisional para ejercer su derecho a ser madre. Cualquier iconoclasta armado con un aerosol ensucia la fachada de un comercio o un monumento nacional y cuenta con la defensa encendida del concejal de Cultura, atento a privilegiar su derecho a la libertad de expresión artística. Cada persona se fabrica un corpus de derechos, sin mezcla de obligación alguna, a su medida, necesidad o capricho.

Como el colectivo de meonas barcelonesas. No es broma. Un grupo de mujeres de Barcelona ha emprendido una campaña llamada pixing para defender su derecho -otro- a orinar en la calle, una acción que las ordenanzas del Ayuntamiento, tan reaccionario, castiga con una multa de 180 euros. El grupo hace gala de un feminismo que incluye hasta las aguas menores y cimenta su plataforma en dos conceptos: por lucha de género (¿por qué los hombres lo hacen tan orgullosamente mientras para nosotras es un símbolo de vergüenza?, dicen) y en protesta por la inmundicia de los escasos y mal ubicados lavabos públicos de la ciudad condal, asunto este último en el que la reivindicación bien podría ser compartida por los orgullosos varones miccionantes. Las infecciones y malos olores no hacen discriminación de sexos.

Un aguafiestas dirá que la prohibición de orinar en la vía pública afecta tanto a mujeres como a hombres y que la postura menos airosa de las mujeres al hacer pís que la de los hombres en igual circunstancia tampoco es por machismo, sino por imposición de la naturaleza. Resulta que tenemos aparatos excretores diferentes. Pero no hay que detenerse: acabemos con los aguafiestas que vetan el ejercicio del sagrado derecho a mear en la calle.

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