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Charo Ramos

chramos@grupojoly.com

Desconexión

Los balnearios nos sumergen en protocolos de bienestar que no excluyen la mejor de las terapias: la siesta

Ante la proliferación de personas tóxicas en las empresas y el ingreso del síndrome del trabajador quemado en la clasificación de enfermedades de la OMS, asunto al que Manuel Barea dedicó una espléndida columna días atrás, los balnearios se posicionan como una de las alternativas estelares para las vacaciones de quienes, sintiéndose agotados, se cuidan mucho de ir al médico a discutir con un desconocido sobre las carencias organizativas de sus trabajos o la pérdida de calidad en los procesos productivos.

En esta España donde el estrés supone el 30% de las bajas laborales las aguas termales constituyen un regazo bondadoso y azul que acoge con celo materno y calidez casera aunque se receten chorros de agua fría. Y es así que ejecutivos agresivos, arquitectos en precario y diseñadores mustios de creatividad coinciden al final del curso en estos centros de salud y paz con los usuarios tradicionales, personas mayores asmáticas, reumáticas o con altibajos emocionales que disfrutan todavía de los bonos del Imserso. El albornoz blanco nos iguala a todos.

En Sevilla, lamentablemente, no encontramos una oferta de aguas mineromedicinales similar a la que ostentan con holgura, por ejemplo, Granada y Málaga, provincias que cuentan con balnearios tradicionales enclavados en entornos naturales, en zonas montañosas como Lanjarón o Tolox, donde uno puede sumergirse en unos protocolos de bienestar que no excluyen el colofón de una comida generosa capaz de rendir al agüista a la mejor de las terapias: la siesta.

Entre duchas escocesas, baños de contraste, parafangos, masajes, saunas y vapores el cuerpo va desacelerándose y desintoxicándose de los problemas de la vida frenética. Surgen espontáneamente las risas y las amistades. Hasta el médico-director que insta a seguir una cura Kneipp puede sorprenderte luego recomendando aquella novela de Curzio Malaparte que tu padre leía en su juventud. Vuelves a escuchar el canto de los pájaros y el rumor del agua. Y en ese ambiente idílico, en tus días de merecido descanso, mientras admiras las ruinas que te recuerdan a quienes se bañaron y solazaron en este paraje siglos atrás, de pronto suena ese teléfono móvil que habías dejado en la bolsa impermeable junto con el resto de tus pertenencias. Por supuesto, es esa persona tóxica. Por supuesto, el hidrólogo llega corriendo, te mira fijamente y te dice: "Basta ya. En esta casa reina la desconexión digital". Todos los bañistas, con el albornoz convertido en el peto de una invisible armadura antiestrés, suspiran aliviados. Y los vencejos revolotean en el cielo exhibiendo el tono pardo de su pecho sonriente.

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