Quousque tamdem

Luis Chacón

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Pero Dios lo ve

El amor por el detalle, sin llegar a la obsesión banal, es una marca de elegancia en el trabajo bien hecho

Se decía que en la cara más oculta de una de las vigas de roble de Notre Dame de París –en un oscuro rincón del armazón, desgraciadamente desaparecido tras el incendio, que se conocía como “el bosque”– había tallada una pequeña rosa rodeada de la leyenda “Deus videt”. Y eso mismo: “Dios lo ve”, fue lo que sir Edwin Lutyens –quizá el más importante urbanista británico del siglo XX, responsable del diseño de la ciudad de Nueva Delhi– contestó a uno de sus ayudantes cuando este, ante la manifiesta incongruencia estética que suponía la posición de un pequeño ventanuco trasero que daba a un estrecho patio de luces interior, afirmó, tras la crítica de sir Edwin al diseño de aquella fachada, que eso no iba a suponer ningún problema porque no estaba a la vista de nadie.

Como meros espectadores, no somos capaces de abarcar hasta el último rasgo de una obra de arte. Son esos detalles que, sea en una pintura, una escultura, una película o una obra de teatro, por ejemplo, quien la ve por puro deleite, es incapaz de percibir conscientemente, salvo que se esfuerce en buscar con inusitada atención esa firma de la exquisitez que parece reservada a la mirada omnisciente de Dios. ¿O qué sentido tendría si no, la espalda esculpida primorosamente del Cristo de La Pietà de Miguel Ángel, invisible a quien observa extasiado una obra tan cercana a la perfección? ¿O cada nimia pincelada de El jardín de las delicias de El Bosco que es, por sí misma, un desafío artístico? Y es esa pasión del artista por no dejar nada al albur de cualquier contingencia futura lo que contribuye a hacer inmortal su obra.

El amor por el detalle, sin llegar a la obsesión banal y casi siempre huera del perfeccionismo enfermizo, es una marca de elegancia en el trabajo bien hecho. Cuando observamos la labor metódica, pausada y meticulosa de un artesano, la admiramos y valoramos pero, sin embargo, no siempre estamos dispuestos a adquirir su trabajo, dado su precio. Valoramos, pero no pagamos. Quizá por esa extraña necesidad contemporánea de primar la cantidad y la rapidez sobre la calidad. Quizá porque renunciamos a disfrutar del detalle primando el conjunto en una errónea confusión entre lo que puede gustar a la mayoría y lo simplemente vulgar por reiterado e impersonal. La diferencia entre ambos está en la plasmación del alma humana que Dios sí ve, algo que nunca podrá sustituir lo que llaman Inteligencia Artificial.

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