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José / Ignacio Rufino

Érase un niño a un teléfono pegado

Según el estudio periódico del Pew Centre, la propiedad del ordenador cae ante el teléfono... y también la tinta digital

EN términos medios, o sea, salvo excepciones, podemos afirmar, con bastante fundamento y constatación experimental como docente, como padre y como mero viandante o cliente de hostelería, lo que sigue. Que asegurar que en el mundo de los dispositivos tecnológicos nos comportamos como seres racionales es una falacia; más bien somos -con permiso de Hamlet- consumidores que vamos a la deriva dentro de una cáscara de nuez, y aun así nos creemos reyes del espacio infinito de internet. Segundo, que dar por cierto que los jóvenes hacen un uso mejor que los adultos -entendiendo mejor como más eficaz y eficiente para su formación y desarrollo personal- de ordenadores, tablets y smartphones es falso también. Y, tercero, que asumir como verdad que los aparatos que utilizamos para conectarnos a internet y con otras personas sirven para avanzar en el conocimiento productivo es una asunción osada en el mundo digital y en red en que vivimos. Repitámoslo: para la mayoría de la gente, para los usuarios de a pie; no para industrias, profesionales o investigadores. Hablamos de gran parte de la gente -familias a la hora de la cena incluidas-, que practica una variedad multionanista que consiste en estar rodeado de gente y a la vez a solas hablando con los dedos con cualquier otro que está lejos, mirando a una pantalla. (Por cierto: yo pecador.)

Si en el año 2000 se produjo la explosión de una burbuja puntocom que nos encantaba con la promesa inmediata de un mundo más justo y con más futuro ecológico por medio de las llamadas nuevas tecnologías de la comunicación, ahora, quince años después, podemos afirmar que estamos enredados en un mercado muy imperfecto, en el que las adicciones a software y hardware determinados por la industria marcan la pauta al consumidor (que, en general, está encantado, cual cochino digital en un charco internético). En muchos casos, independientemente de las necesidades del ciudadano medio (descartemos que el mero juego y la interconexión adictiva y permanente sea una necesidad que pueda ubicarse en la Pirámide de Maslow; quizá en la social, pero patológicamente). Mientras, las grandes compañías tecnológicas globales, muy mayoritariamente estadounidenses, no sólo son las que copan los pódiums de los rankings empresariales del mundo, sino que diversifican sus actividades hacia sectores no ya tecnológicos -¿qué no es tecnológico, cabe preguntarse?-, sino hacia productos y servicios que nada tienen que ver con su oficio originario, devorándolo todo. Lo llaman crecimiento tanto por penetración (más de lo mismo), como por diversificación (hacer otras cosas, relacionadas o no con las fundacionales).

¿Que así es la competencia? Pues sí, así es, claro que sí. Siempre lo ha sido, de hecho. Sólo sucede que ahora esta evolución hacia la concentración en manos de pocas corporaciones es más acelerada y rotunda que en las sucesivas revoluciones industriales o tecnológicas que ha visto el hombre desde que bajó de los árboles para cazar. Y no es el consumidor el que gana con claridad. No actúa con racionalidad por mor de su mayor información y formación: escasea el conocimiento. Así lo confirma el reputado observatorio del Pew Research Centre. El ordenador personal, mucho más eficaz que el smartphone para la generación de conocimiento útil de un estudiante, se estanca y declina, mientras el teléfono inteligente que siempre va en tu bolsillo lo peta. Igual pasa con la tablet, que es medalla de plata tras el móvil en hiperconexión y profusión de apps, muchos de ellos adictivos y superfluos. (Hay un dato que gustará al romántico: el libro en papel vuelve a crecer, mientras la tinta electrónica cae. Quién quiere mil libros en una tableta, pudiendo vestir estanterías.)

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