Escuela de vida

Creemos proteger del 
dolor a nuestros hijos 
cuando se lo evitamos. 
Y está claro que no

La escuela de la calle es la única escuela para muchos. Desafortunadamente porque nada más emancipador, digno y justo que la Educación como derecho universal. Si ya me pareció un disparate insoportable el concurso que la televisión de todos se montó para elegir el personaje más importante de nuestra Historia, comprobar que Giner de los Ríos ni estaba ni se le esperaba me reforzó en la idea de que, si sólo los necios confunden valor y precio, hay que ejecutar una gran necedad para comparar a Machado –autor del verso– con un deportista o una presentadora de televisión. A Giner se le conoce poco hasta donde debería ser el faro de todas las propuestas, de todas las ideas, de todas las políticas, pero su huella, la idea de una Educación en libertad y en igualdad es seguramente lo más hermoso y los más justo que haya podido hacerse en España o en cualquier país que presuma de valores. Algunas tuvimos el privilegio de que en casa se priorizara la educación, en su sentido más amplio, por encima de todo. A otros la calle les daba lo que ni la cuna ni Salamanca les reconocía. Aún pasa: leyendo Mosturito, la última y dolorosamente viva novela de Daniel Ruiz, el lector se ve en esos barrios, esos hogares, hasta esos cuerpos y esas vidas que, como Bartleby, preferiría no ver. De hacer algo ni hablamos, viene muy bien el pesimismo general para no darle solución a lo pésimo, en concreto. Y sin embargo qué grandes lecciones da la calle cuando se habita. Qué manera tan colectiva y civilizatoria de construirse en medio de una bulla, compartiendo una emoción íntima y sintiéndonos únicos codo a codo con miles de seres convencidos de serlo de la misma y personal manera. Por muchos inconvenientes y hasta algún desajuste que se vean la manera con la que colmamos –colmatamos incluso– Sevilla, desde el viernes de Dolores hasta el domingo siguiente, es un aula sin muros que enseña maneras y sobre todo valores. Da igual si llevas más cadenas de oro que Dan Sur en la cabeza o el traje azul homologado y coronado con chaleco sin mangas. La actitud va más allá: se aprende respeto cuando se disfruta del respeto. Esa lección ya me parece suficiente como para sentir orgullo de ciudad, con sus excepciones y sus tentaciones de exclusión, que las hay, pero además hay otra asignatura que se aprueba Cum Laude y que tiene que ver con la frustración, con asumir la decepción, con ganar sabiendo que se pierde. En estos días de interminables partes meteorológicos muchos habrán sabido por primera vez que no siempre los deseos se cumplen. Creemos proteger del dolor a nuestros hijos cuando se lo evitamos. Y está claro que no. Que lo realmente difícil y hermoso es volver a casa sin que la Hermandad haya salido. Aceptar lo inevitable sin ira. Reconocer lo verdaderamente importante. No se me ocurre mejor ni más grande lección.

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