Crónicas Levantiscas

Juan Manuel Marqués Perales

jmmarques@diariodecadiz.com

España no funciona

Antes de concluir las obras de la modernización de la red, se implantó la gratuidad del bono de transporte y todo ‘petó’ Leonor políglota Lecciones de primero de terrorismo

Estación de Santa Justa.

Estación de Santa Justa. / Francisco J. Olmo / EP

EL cambio, el cambio... qué es el cambio, todos intuían qué era el cambio pero nadie se atrevía a explicarlo con una frase que quedase aclarado en la mente colectiva del país. “El cambio es que España funcione”. Ya, claro, ¿y qué significa que España funcione? “Que los trenes lleguen a su hora”. Magnífico, el cambio no sólo es el cambio político, es que España funcione, que los trenes lleguen a su hora y que, en la medida de lo posible, nos parezcamos a los europeos. Ése era el sueño de los ochenta.

Era octubre de 1982, Felipe González se presentaba a las elecciones generales con el lema Por el cambio, y ya sabíamos qué aspiración general era la que transmitía; en efecto, los trenes comenzaron a llegar a su hora y en los noventa estrenamos la Alta Velocidad por el lugar que correspondía: por Andalucía. Despeñaperros se convirtió en un bonito parque natural.

Pues bien, o mal, con el criterio de aquel año 1982, la España actual no funciona, lo habitual no es que el tren salga o llegue a su hora, sino que se retrase, se detenga en medio de la Mancha, te deje tirado antes de Utrera o que, directamente, no haya billetes. Tren completo. Como el SAS.

¿Qué nos ha pasado? La vicepresidenta Yolanda Díaz no sabe en el país que vive, qué alternativa, alma cándida. María Jesús Montero, su compañera de Gobierno, pisa otro suelo y, al menos, reconoce que son necesarios algunos ajustes en las vías. Bastantes, es una marca de país. España será de tercera categoría si el transporte de ferrocarril, que antes era un orgullo, sigue de este modo.

La red de alta velocidad, la de media distancia y la de cercanías estaban faltas de una renovación a fondo, comenzaron las obras de modernización y sus molestias veniales, pero antes de concluir se implantó la gratuidad del transporte y todo reventó. Petó, como se dice ahora. El número de viajeros ha crecido de modo exponencial, las obras de modernización no han acabado y en la alta velocidad compiten tres compañías de bajo coste con nombres inextricables. Una saturación que se agrava porque falta mantenimiento, faltan maquinistas y faltan trenes. ¿Morir de éxito? No, morir de imprevisión.

Y a esto se añade la antipatía. Unas compañías que hace unos años eran modelo de servicio al cliente se han convertido en empresas que no comunican a sus viajeros, que prefieren callar antes de aguantar las protestas, donde se escurre el bulto y donde siempre hay una excusa puntual –el viento, la caída de una catenaria, una borrasca– para evitar reconocer lo general.

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