La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La alegría de Fito
QUE la gordura y el afán por comer pueden conducir a uno a la muerte es algo que bien sabía el dramaturgo Armando Balparda, que se inspiró en la ejecución del cocinero Santiago Bomón, ocurrida en 1843, en su obra El afrancesado. Quiero contarles la historia del desgraciado Bomón porque ilustra bien cómo el amor desmedido por los alimentos puede llevar directamente a la ruina o, como en el caso de nuestro protagonista, a la cárcel y al fusilamiento. El crimen cometido por el reo hoy puede causar la risa, pero en su época encolerizó a los sectores bienpensantes: añadió cebolla a la tortilla de patatas y descubrió, de paso, que la tortilla constituía uno de los vértices intocables y sagrados de la hispanidad. Un periódico, El Mirador, le acusaría de ser "un enemigo de España" por minar "tradiciones que son nuestros pilares".
Dos días después de la aparición del artículo, el local de Bomón es asaltado por unos fanáticos, que destruyen a pedradas las cristaleras, fuerzan la cerradura, vuelcan las sillas y rasgan los manteles. La policía responde a la llamada del propietario y visita el establecimiento, pero paradójicamente no seguirá la pista de los vándalos, sino que acabará comprometiendo más a Bomón con sus pesquisas. Las fuerzas del orden descubren, por las notas que posee el cocinero, que allí se están investigando nuevas y alarmantes recetas, combinaciones antinatura que no pueden entenderse más que como una provocación contra las buenas costumbres y que los agentes leen entre chillidos de pavor: un gazpacho sin tomate, unas vieiras con chorizo, unos bizcochitos borrachos con crema de congrio, unos pichones guisados con espuma de praliné. Balparda cierra el primer acto de su obra con un fragmento de honda emoción, cuando Bomón se enfrenta a la mirada inquisitorial del hombre que va a detenerlo:
BOMÓN: ¿Le pongo en un tupper algo de ensaladilla?
POLICÍA 1: (mientras prueba una cucharada de tocino de cielo y luego se aparta del plato, arrepentido). Es usted el diablo. No tiente a un hombre débil.
BOMÓN: Debía intentarlo. Me han dicho que en la sopa de ajo de la cárcel lo que parecen ajitos chamuscados son en realidad pulgas...
(Se cierra el telón mientras Bomón se echa a llorar y el policía se guarda en los bolsillos puñados del postre y un muslo de pollo pringoso).
Nuestro héroe no encontrará en su mujer el aprecio sin límites, la compasión desesperada de una esposa, en una situación que tiene visos de despedida; por el contrario, en su encuentro en la prisión Magdalena le exhibirá su resentimiento y le echará en cara que siempre prefiriese el placer de la comida al goce que podía proporcionarle ella. Ella es una joven hermosa que no ha podido satisfacer su deseo, y su monólogo es un caramelo que todas las actrices paladean con fruición:
MAGDALENA: Mi deseo, ¿qué era mi deseo frente a los apetitos de tu estómago, a tu voracidad sin freno? ¿Recuerdas? Esa excursión a El Escorial, cuando me pediste en matrimonio... Habíamos parado en aquella pradera, para merendar. Y yo, tan ingenua, pensaba en tantas cosas, Santiago, como si me hubiese subido a un tiovivo en el que giraba la vida. Me preguntaba cómo transcurriría la boda, y la casa que compraríamos, cómo serían los hijos que no tuvimos... Y me detuve a mirarte, y vi algo, algo... ¡terrible! Tú no reflexionabas sobre nada de eso, tú sólo observabas un bollito de leche que había sobre el mantel con la actitud acechante de un tigre frente a su presa. ¡Me tenías ahí, tan lozana, tan pura, entregada a ti para el resto de mis días, y ya habías apartado de mí tu atención! Ah, qué asco cuando acto seguido, mientras yo ya te odiaba, súbitamente te despreciaba, Santiago, tú te pusiste a migar ese bollito de leche en el café, sin intuir el tornado de emociones que se desplegaba en mi interior. Todo esto que te ha sobrevenido... ¡te lo mereces! Tu pasión por la comida era enfermiza. Y tu desinterés por mí me ha envenenado el ánimo. (MAGDALENA empieza a desnudarse y saca unos preciosos pechos de su corsé). ¡Mírame! ¿Es que no soy hermosa, perfecta, radiante como el sol y llena de misterio como la luna? Tenías que haberme amado por lo que soy, no sólo por tener un nombre comestible. Ahora vivirías, ¡yo te habría dado la vida, si me hubieses amado como se aman todos los esposos del mundo!
Después de esta escena, en la que el público suele irrumpir en las representaciones con un aplauso entusiasta, Balparda no alarga mucho la acción. Bomón es descrito como una víctima de la intolerancia de los españoles, un mártir del pensamiento único que no concibe una variación tan simple como una tortilla de patatas con cebolla. El cocinero, en sus desgarradas palabras finales, barrunta que el tiempo le dará la razón:
BOMÓN: En el futuro no habrá prejuicios para comer: se adornarán los platos con puntitos minúsculos de salsa dispuestos a modo de cagarrutas; se tomará un aperitivo que te dejará los dedos de color naranja, que se conocerá como cheetos; las magdalenas serán rebautizadas como muffins y tendrán glaseados de colores imposibles. Y se beberá un vino extraño, diría que efervescente, cuyos ingredientes me resulta imposible descifrar.
(El verdugo le acerca la soga. Desciende el telón mientras se oye un trueno a lo lejos y un violín añade pesadumbre al asunto).
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