15 de agosto 2021 - 01:47

En razón de uno de esos vuelcos o paradojas característicos de la historia de las ideas, tanto más frecuentes cuando se trata de las ideas políticas, cierta izquierda retrógrada parece haber abandonado los eslóganes libertarios de la generación sesentayochista, que no es que fueran gran cosa pero al menos ayudaron a soltar lastres en materia de costumbres, para defender sus postulados con el fervor de los predicadores. Del prohibido prohibir, por citar una de las famosas consignas de la época, han pasado a exhibir una querencia ordenancista que es contrarrestada, en un movimiento pendular de signo inverso, por los conservadores que predican la desobediencia. Pero lo cierto es que si retrocedemos en el tiempo podemos encontrar antecedentes para lo uno y para lo otro, pues el sesgo moralizante no ha sido en absoluto ajeno a la tradición socialista y tampoco el radicalismo liberal, en el caso de los más furibundos detractores del Estado, ha dejado de producir anarquistas. Hay muchos ejemplos de lo primero y se nos viene ahora a la cabeza el de la Sociedad Fabiana de finales del siglo XIX, en parte por el humorístico retrato que de ellos hace David Lodge en su excelente y divertidísima novela biográfica sobre H.G. Wells, Un hombre con atributos, donde se narran los problemas del autor de La guerra de los mundos con sus adustos colegas de militancia. Burgueses progresistas y perfectamente respetables, no podían estos aprobar la escandalosa vida sexual de Wells y menos aún el que varias de sus aventuras hubieran tenido a sus hijas -las de ellos- como voluntarias protagonistas, pues una cosa era defender, como defendían, la emancipación femenina, y otra bien distinta, para decirlo con los curas de antaño, entregarse al libertinaje. Descritos irónicamente por Shaw, compañero de filas, como "filántropos de clase media que se creían socialistas", los distinguidos miembros de la Sociedad, aunque más tarde desempeñarían un papel relevante en la fundación del Partido Laborista, nunca tuvieron un ideario demasiado definido, más allá de su reformismo en pequeñas dosis, pero sí un estricto código de conducta que pregonaba la virtud individual como condición inexcusable, aspecto en el que se sentían muy alejados de las desprejuiciadas clases populares. Cuestionaban con razón la hipocresía victoriana, pero abrazaron una especie de puritanismo que se parecía demasiado a una religión secular, con sus ministros intachables. Salvando las distancias, es la misma clase de celo que encontramos en los arquitectos del nuevo orden moral, tal vez bienintencionados, pero probablemente ajenos a las preocupaciones del pueblo llano.

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