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La ciudad y los días

Carlos Colón

Fernando Mendoza

FERNANDO Mendoza ha sido galardonado con el Premio Nacional de Restauración y Conservación de Bienes Culturales "por la obra de restauración integral de la Colegiata del Divino Salvador de Sevilla, poniendo en valor los diferentes elementos arquitectónicos, escultóricos y arqueológicos". Hay premios merecidos y no merecidos, debidos al mérito y a las influencias. El otorgado a Fernando Mendoza es de los primeros: merecido y debido al mérito de la que tal vez sea la mejor restauración arquitectónica llevada a cabo en Sevilla. Un trabajo ejemplar en su planteamiento, desarrollo y conclusión, que desde el principio implicó a los sevillanos en la resurrección de la magnífica fábrica, cuyas entrañas fueron abiertas a la visita pública para que todos pudieran contemplar la marcha de las obras y las huellas que el tiempo fue superponiendo en el que, junto a la Magdalena, es el más importante templo barroco de Sevilla.

El problema del Salvador, porque en mi opinión lo tiene, nada tiene que ver con la ejemplar restauración justamente premiada, sino con su posterior programa de uso, con lo que la Iglesia ha hecho con él y sobre todo con lo que ha dejado de hacer en él. El uso del Salvador como templo no está a la altura del cuidado demostrado en su restauración. Al comentar el premio, Fernando Mendoza ha tenido dos encomiables gestos de generosidad y modestia. Uno ha sido recordar al fallecido Juan Garrido Mesa para compartir la distinción con él. Otro ha sido decir que su labor se ha limitado a devolver el Salvador a la luz.

Esta luz a la que han resucitado los muros y retablos no ha alumbrado también la función cultual para la que el templo fue erigido. En lo que al culto de refiere, el Salvador está igual, si no peor, que antes de ser cerrado. A la perfección de la restauración arquitectónica hubiera correspondido una equivalente restauración del culto. No ha sido así. Abre más horas, es cierto, pero como un espacio museístico. El público, que debe intuirlo, se comporta como corresponde a un espacio de visita cultural y no a un templo. E incluso con menos cuidado: las veces que lo he visitado hablaban en voz más alta -aunque se estuviera diciendo misa en la capilla de Pasión- que en un museo.

Su dependencia de la Catedral parece haberle contagiado el mal que ha convertido el primer templo de la ciudad en un museo literalmente desalmado ("privado o falto de espíritu"). Estrategias de supervivencia, ya; pero que podrían haberse planificado cuidando lo espiritual con el mismo mimo que lo patrimonial; y gestionando el culto con la misma eficacia que los dineros.

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