Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Hedonismo

22 de diciembre 2015 - 01:00

OÍMOS a menudo, por boca de quienes denuncian los males de la sociedad contemporánea, que uno de ellos, especialmente grave para los moralistas obsesionados con los peligros de la sensualidad, es la búsqueda del placer inmediato o inmoderado, pero lo cierto es que demasiadas veces la desdicha viene más bien de lo contrario, de la resignación a vivir como sufridores arrojados al famoso valle de lágrimas. Sonreímos cuando alguien recuerda la clásica distinción, tan del gusto de los predicadores antiguos, entre libertad y libertinaje, pero los de ahora, que no hablan necesariamente desde los púlpitos aunque han heredado la retórica e incluso las maneras, sostienen algo parecido con distintas palabras. La paradoja estriba en que un tiempo que exalta la desinhibición en todos los terrenos, a la vez que incita a consumir sin descanso, no ha abandonado -sólo lo ha travestido- el rancio discurso de los puritanos.

La satisfacción de los deseos, éticamente hablando, no tiene nada que ver con atiborrarse de dulces, entendiendo por tales los goces que cualquiera considere apetecibles, pero es esta idea deformada del hedonismo la que toman por buena quienes describen a los partidarios de la felicidad, por usar la expresión del poeta, como bestias hozando en el basural. La célebre e irónica autodefinición de Horacio como cerdo de la piara de Epicuro, tantas veces citada para desprestigiar a sus discípulos, es acaso la mejor muestra del malentendido que convirtió los venerables principios de la escuela del Jardín en una caricatura odiosa, despreciada por los garantes del orden pagano tradicional -ya antes del triunfo del cristianismo era una doctrina casi proscrita- y por quienes vendrían a socavar sus cimientos en nombre del Dios único. Pero lo que aquella filosofía enseñaba no se parecía en nada a la burda parodia que difundieron sus impugnadores, cuyo éxito se demuestra en el hecho de que lograron silenciarla durante siglos. Los epicúreos hablaban de cosas tan sensatas e indudablemente benéficas como la aceptación del mundo, la serenidad del ánimo, el respeto del cuerpo -que de ningún modo es la cárcel del alma- o la sanación de una humanidad abrumada por las supersticiones, los ensueños vanos y el miedo a la muerte, frente a la cual vivimos, decía Epicuro, como en una ciudad sin murallas. Tantos siglos después, son ideas que han conservado intacta su cualidad liberadora y siguen alumbrando hoy, como la clara luz de que hablara Lucrecio, en medio de las tinieblas.

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