NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Los profesores recuperan el control de las aulas
LLEGA un momento en la vida de toda mujer -sí, queridas, a las diosas del Olimpo también les ocurre-, en el que los cuerpos experimentan algunos pequeños e insignificantes cambios. Además de los archiconocidos efectos de la gravedad que convierten a los traseros en elementos corporales con vida propia y a los bustos en lagrimones que lloran por su cada vez mayor proximidad al suelo, hay otras variaciones que, por suerte o por desgracia, hacen que las mujeres se las pueda dividir en dos: jamonas o mojamas.
Las primeras experimientan en sus propias carnes todo tipo de retenciones de líquidos y ven como su volumen aumenta de manera estrepitosa hasta parecer aceitunas con piernas. A las segundas les pasa justo lo contrario. La carne de su cuerpo empieza a desaparecer como por arte de magia y sólo queda en ellas kilos y kilos de piel sin estirar que se ha quedado vacía.
Es difícil saber a ciencia cierta qué suerte tendrán nuestros cuerpos pasados unos años. Lo mismo, la esbelta rubia de curvas de infarto termina convertida en una bolita y la chica que pasó su juventud vistiendo una 44 pasa a estar más seca que una pasa. Ni la bruja Lola podría vislumbrar nuestro devenir corpóreo. Mientras tanto, las futuras jamonas y mojamas nos matamos en los gimnasios, practicamos ritos satánicos para luchar contra las leyes físicas y tiramos de milagrosas cremas de polvo de ala de saltamontes para retrasar todo lo que podamos este proceso. Pero, amigas, no os hagáis ilusiones. El destino es el destino y todas terminaremos convertidas, tarde o temprano, en uno de los dos tipos de mujeres. Porque, según el dicho, "pasados los 40, o te ajamonas o te amojamas". Per qué queréis que os diga, tanto el jamón como la mojama están para chuparse los dedos, igual que nosotras, tengamos los años, los kilos o las pieles muertas que los años hayan querido regalarnos.
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