SE aproxima la noche de la entrega de los Premios Ceres, esos que otorga la crítica especializada en el marco del Festival de Teatro de Mérida, y me cabe el honor de ser amigo de tres de los nueve miembros del jurado que otorga dicho palmarés. Cuando digo amigos me refiero a personas a las que quiero y estimo en una relación que siempre fue auténtica y visceral desde el día que nos conocimos. Sucede cuando sucede.
Y ocurrió con Justo Barranco, precisamente en los cursos de verano de la UIMP de Santander, en cuyo gabinete de prensa coincidimos en 1999 cuando él vino a cubrirlos para La Vanguardia. Y volvió a ocurrir un par de años más tarde, cuando coincidí en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva con César David Carrón, que cubría el evento para La Razón. Y se repitió exactamente la misma historia, poco tiempo después, cuando Daniel Galindo, de RNE, se cruzó en mi camino en el Festival de Cine de la Málaga de sus amores.
Por eso ahora estoy dichoso. Por eso vivo los Premios Ceres, aun sin estar en Mérida. Porque esta gente a la que tanto aprecio y a la que sigo tan de cerca en la distancia van a discernir entre las mejores funciones de la temporada. Y en cierta manera es como si en sus votos estuviesen los míos. Porque nuestros criterios son comunes. Remamos en la misma dirección. Leo con fidelidad a Marcos Ordóñez, Liz Perales, García Garzón, César López y a Raúl Losánez (cuyo teléfono marco a veces para que me dé consejo), disfruto con las piezas de Machús Osinaga, y me fío plenamente del olfato de Jesús Cimarro, el instigador de estos atinados Premios Ceres que pronto pueden ser más relevantes que los Max. Pero lo de Justo, David y Dani va más allá. Forman parte de mí.
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