Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La vía es (por ahora) andaluza
ME cruzo con ella cada mañana. Es una señora madura, entre sesenta y setenta años, aunque quién sabe, lo mismo son algunos más o muchos menos. Los puntos de referencia habituales no sirven en este caso. Su pelo es blanco grisáceo, desordenado y sin camuflaje cromático. Su atuendo es el que le permiten sus hallazgos ocasionales o la ropa que le entregan en alguna asociación benéfica o cualquier alma caritativa que haya querido socorrerla. Calza unas rotas babuchas de paño y sobre sus hombros pende un viejo abrigo que no siempre está acorde con la temperatura ambiente. Empuja un carro de supermercado en el que porta todas sus pertenencias. Bolsas de plástico que cualquiera sabe lo que llevan dentro, cajas de cartón con viejos cacharros sacados de algún contenedor y algún que otro cachivache inservible. Encima de toda la carga, dos perrillos pequeños de raza indefinida, agitan alegremente sus rabos y fijan su mirada vivaracha en todo lo que pasa o se mueve a su lado.
La imagen, lejos de parecer patética me resulta entrañable. La señora expresa en su faz cierta paz interior y una aparente felicidad ajena a una situación desgraciada o cercana al desamparo. Cada día, al cruzarnos, me regala una sonrisa. Me gustaría saber los motivos que le han conducido a vivir en la calle, los desengaños que le habrán hecho perder el hilo conductor de una existencia inevitablemente rota, alejada de los patrones que entendemos por normales. ¿Lleva ella razón? ¿Merece la pena tomarse la vida en serio y malvivir para guardar pensando en un futuro que no siempre llega?
Me cruzo también cada mañana con ejecutivos trajeados que no me transmiten la misma felicidad cuando les miro. Su rostro está tenso y retraído, sus mandíbulas apretadas, sus puños cerrados, la mirada perdida y el ceño fruncido. Sus trajes y camisas son de marca y sus corbatas de diseño, pero su faz delata su fracaso, el ser fruto de un engaño al que han de servir constantemente con tal de mantener indemne el puesto. Semejante contrapunto me da que pensar cada mañana sin saber quién de verdad está en lo cierto. Ayer la vi venir de lejos cuando estaba anocheciendo. La misma paz tenía en su cara, la misma vitalidad mostraban sus perros. La Luna de Parasceve se dejaba ver al fondo cual si fuera un Calvario en carne y hueso. Me pareció recibir el mejor de los mensajes, la respuesta al mayor de los misterios.
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