La Sevilla del guiri

John Julius Reel

¡Opá, que voy a largá!

PARA aquellos que quieren mofarse de mi país, la así llamada tierra de la abundancia, no hay que mirar más allá de las bien conocidas estadísticas de obesidad. En las ciudades de Nueva York y Los Ángeles, la gente, esclava de la moda, es demasiado delgada; pero, en el resto del país, los cuerpos reflejan el mito de que el maná cae del cielo y por lo visto directamente dentro de las bocas.

Para los sevillanos comer es más que llenar la boca, saborear, masticar y tragar. Es un acontecimiento social. Cuando todavía vivía en Estados Unidos, me llamó la atención un nutricionista que propuso "el modelo europeo" para solucionar nuestra sobreingestión. Según él, cuando los yanquis aprendamos a utilizar la hora de comer tanto para alimentarnos como para conversar, dejaremos de comer con exceso. Lo dudo. En mi experiencia, la buena conversación fomenta, no corta el apetito. Nos reunimos con nuestros colegas para tomar un par de cervezas, y acabamos tomando seis, siete o más.

Es cierto, sin embargo, que los estadounidenses, cuando estamos comiendo con gusto, lo más normal es que reine el silencio hasta que se acabe la comida. De vez en cuando apartamos los ojos de nuestros platos para intercambiar miradas de aprobación y éxtasis. Puede que alguien intente, con la boca llena, elogiar al chef. Pero cualquier anfitrión yanqui sabrá que el mejor elogio es si sus invitados, al perderse en lo servido, se olvidan de todo, incluso de su educación.

El verbo tapear no tiene equivalente en inglés, y el sustantivo tapa, aunque ya es una palabra internacional, fuera de su país de origen ha llegado a extraviarse de su verdadero significado. En las grandes ciudades de Estados Unidos, existen lo que se llama el tapas restaurant, una clara contradicción en los términos. Entramos, un maître nos recibe, nos lleva a una mesa con sillas suficientes para todos, y al final terminamos comiendo igual que en cualquier restaurante, pero en porciones pequeñas, un surtido que todos comparten.

Con tapear, en versión original, los sevillanos han elevado "el modelo europeo" al nivel de arte. Mientras los yanquis se atiborran en un santiamén, los sevillanos se sobrepasan poquito a poco durante horas y horas. Si comer fuera un deporte olímpico, los estadounidenses barreríamos en los sprints, y los sevillanos en las carreras de fondo. Si hay menos gente obesa en Sevilla (tampoco hay poca), es por la forma de vivir, no de comer, aunque esto va cambiando. Dais cada vez menos paseos, dependéis cada vez más del coche, consumís cada vez más refrescos, comida basura y chucherías. Si no tenéis cuidado, tarde o temprano, vais a acabar ganando el oro en las olimpiadas de la obesidad.

Sigo prefiriendo el modelo yanqui (de comer, no de vivir). Después de tapear, vuelvo a casa sintiéndome como si no hubiera aprovechado ni el sabor de la comida ni la gracia de la conversación. Tener que dejar de masticar para escuchar bien lo que alguien me está diciendo corta tanto mi digestión como mi placer. Acabo con ardores.

Durante la visita más reciente de mi hermano, algunos amigos nos llevaron de tapeo. Le había avisado antes que íbamos a comer en muchos sitios, no sólo uno. Decidí no decir nada sobre la conversación que iría de la mano de la comida. Primero, mi hermano apenas habla. Se dedica principalmente a escuchar, saltando con un comentario sólo después de mucho reflexionar. "¡El pobre!", decían los sevillanos, al ver que se marginaba. "¡No tiene con quién hablar!". Pero era una cuestión de gustos o incluso de naturaleza más que de no saber el idioma. Mi hermano hace cada cosa, ya sea comer, pensar, escuchar o comentar, con toda su determinación y esmero, pero de una en una. Si tuviera que estar pendiente de una conversación cada vez que comiera, el pobre moriría de hambre.

En el primer bar pedimos boquerones adobaos y ensaladilla. Todos tomábamos cerveza, salvo mi hermano, que prefirió un rioja. Llegó la comida, y mi hermano empezó a comer como si ante el reto de un all-you-can-eat buffet (todo lo que puedes comer bufé). Parecía que había tomado mi aviso como un desafío. Me abstuve de comentar por no ser un aguafiestas. Estaba disfrutando desaforadamente, desmadrándose. En el segundo bar pedimos pringá con chorizo picante y morcilla. Otra vez mi hermano pidió el rioja de la casa. Lo tragó con creces, mientras se ponía las botas. En el tercer bar, pedimos una tabla de quesos con la que todos tomábamos vino dulce. Con el ruido y jaleo de los sitios y la lengua extranjera, mi hermano ya había dejado de intentar enterarse de algo. Seguía encontrando consuelo en su desenfreno. Despachó lo que quedaba del queso antes de que nos marcháramos para el último bar, el festín de festines: patatas aliñadas, lomo con roquefort, migas, tortilla al whisky, cola de toro y rollitos de berenjena con dátiles. Queriendo aprovechar al máximo esta nueva forma de alimentarse, mi hermano, aunque acercándose peligrosamente a su límite, siguió comiendo como un campeón, acompañado de nuevo por el rioja de la casa.

Si hubiéramos terminado la tarde en la plaza de toros, este artículo habría sido la versión guiri de Paco Gandía contando el chiste del niño pobre harto de garbanzos: "¡Opá, que voy a largá!". Menos mal que era el váter de mi casa, y no un gran público, el que tuvo que ser el destinatario de este potaje de tapas.

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