TIEMPO El último fin de semana de abril llega a Sevilla con lluvia

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Azul Klein

Charo Ramos

chramos@grupojoly.com

Primavera

Esos guantes de plástico que se enredan en las ramas del magnolio son los despojos de este apocalipsis económico

Con las tormentas de abril la primavera, nuestra estación más efímera, se impone lujuriosa y lejana tras los cristales, y es de agradecer que el azahar floreciera precoz este año porque antes del encierro pudimos aspirar su aroma y hasta ver caer sus pétalos precipitándose sobre las aceras como una lluvia blanca cuya pureza extrema las maravillas de esta ciudad. La terrible proliferación de plazas duras en los cascos urbanos que transitábamos solivianta sobremanera si se piensa en el placer de poder asomarse a un jardín perfumado, ya sea un antiguo huerto conventual o un patio de nueva creación, donde exhalan sus fragancias los cítricos que estos días nos entregan sus primeros frutos y donde pronto florecerá, con su nombre hermoso, el jacarandá. Incluso en un pequeño balcón exterior una podría solazarse con una maceta de naranjo chino que le dará la opción, aunque jamás salga del tiesto, de elaborar mermeladas con cada renovada cosecha de calamondín.

Nunca como en este mes de confinamiento ha pesado tanto el carecer de balcones o patios donde disponer macetas y arriates con los que acercar la naturaleza a unas casas que elegimos céntricas y ahora nos resultan sobre todo pequeñas. A quienes amamos la vegetación y el campo, la imposibilidad de criar plantas exteriores como las coloristas buganvillas es un motivo de mayor frustración que el no tener un resquicio para salir a aplaudir a las ocho de la tarde. Aspidistras, kentias y hasta la monstera deliciosa han comenzado a implorar que se las trasplante a un tiesto mayor mientras las hermosas orquídeas continúan regalando sus flores con una belleza exuberante ajena a todos los problemas que enfrentamos. Las plantas siguen su curso, escriben su propia historia, mientras las floristerías siguen cerradas y alguna lo tendrá difícil para reabrir si decaen los encargos de los hoteles que se han convertido en sus principales clientes. En los parterres que rodean la farmacia de mi barrio comienzan a brotar la flor del paraíso con sus tonos anaranjados, las amapolas y hasta las clavellinas. No hay niños en los columpios, ni risas, no se oyen los gritos amonestadores de las madres que les exigen que suban pronto a casa. La única presencia humana son los guantes de plástico que se entregan a la puerta de los supermercados y que algunos compradores pierden sin querer o tiran con descuido incívico. Esos guantes transparentes que, a merced del viento, se enredan sobre el césped o entre las ramas del magnolio son las huellas y los despojos de este apocalipsis económico que nos obligará a reinventarnos una vez pasemos el peaje de volver, telemáticamente pero con la cabeza gacha, a darnos de alta en la oficina del Inem.

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