EL título del libro en inglés es algo más largo: Prosperity without Growth: Economics for a Finite Planet. Y el planteamiento que hace, y que nos hacemos muchos de un tiempo a esta parte, es bien sencillo: ¿es posible, en un planeta que avanza aceleradamente hacia los 9.000 millones de personas, mantener como objetivo ideal para todos sus moradores el estilo de vida occidental? ¿Podrá la Tierra proveer, a siquiera sea a la tercera parte, los recursos suficientes como para que todos ellos vivan como los Schmidt de Hamburgo, los Jones de Melbourne o los Pérez de Fregenal?
A algunos la respuesta nos parece realmente obvia, por más que los voceros del liberalismo económico repitan sus mantras acerca de la eficiencia del mercado, del tránsito hacia una sociedad basada en el consumo de energías no fósiles, etc.
Si hemos llegado al marasmo ecológico en el que estamos siendo apenas 1.000 millones de habitantes los que participamos de la fiesta, ¿qué ocurrirá cuando se sumen las clases medias de China e India? ¿Seguiremos creyendo que con actitudes meramente cosméticas como el reciclado del vidrio o los molinos de viento podemos paliar el desastre que se anuncia mientras viajamos a Praga los fines de semana? Tim Jackson, el autor del libro, es claro en su conclusión.
Habitamos un planeta que no se expande, que no estira, con recursos físicos que han tardado miles de años, cientos de miles, en desarrollarse, y que consumimos de manera insensata. Si el PIB midiera también, como se hace en las contabilidades empresariales, la amortización de ese inmovilizado natural, ¿qué resultado daría? Probablemente descorazonador.
En este sentido, quizás el concepto más gráfico que muestra hasta qué punto llega nuestra insensata conducta sea la denominada "huella ecológica", que, en pocas palabras, cuantifica la cantidad de hectáreas globales necesarias para sostener un determinado estilo de vida. Actualmente, la biocapacidad del planeta por habitante -la distribución equitativa del terreno de la Tierra en partes iguales- es aproximadamente de 1,7. La huella ecológica, sin embargo, es de 2.8 hectáreas globales por cabeza.
Obsérvese el déficit. Y mientras aquélla no hace sino disminuir (entre otras cosas por la explosión demográfica), ésta continúa aumentando debido a nuestras exponencialmente infinitas demandas de consumo. Aún más: esa huella ecológica está, como es lógico, desigualmente repartida: la de un estadounidense roza las diez hectáreas globales; la de un español, las cinco; la de un ecuatoriano o un chino no llega a dos; y la de un indio se estima en 0,9. ¿Sostenibilidad? ¿Qué sostenibilidad?
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