¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Quejío por una torre

De aquellos amores de don Fadrique y doña Juana sólo quedan en la torre el guano y los cadáveres de las palomas

A don Fadrique lo mandó ahogar en Burgos su hermano Alfonso X. Era la pena reservada a los traidores, una especie de reverso oscuro del bautismo que nos recuerda la brutalidad de la política medieval castellana, que tantas huellas ha dejado en las leyendas y el callejero de nuestra ciudad. Una de éstas atribuye la muerte por "afogamiento" del infante Fadrique (segundo hijo de Fernando III y Beatriz de Suabia) no a la felonía dinástica, sino a su historia de amor prohibido -como un bolero cantado por la juglaría- con la segunda mujer y viuda de su progenitor, la hermosa y joven Juana de Ponthieu. Según este relato, para tener un lugar en el que la pareja pudiese ayuntarse, don Fadrique mandó construir la contundente torre que se encuentra en el antiguo Convento de Santa Clara, hoy degradado a "espacio cultural". La leyenda, que como todas es muy dada al efectismo lacrimógeno, finaliza cuando doña Juana, antes de abandonar definitivamente Sevilla, lanza una última mirada a la torre al mismo tiempo que tremola un pañuelillo blanco que es divisado por el infante entre desgarradores suspiros de pasión. De aquellos amores legendarios, en las abandonadas estancias de la torre apenas quedan hoy el guano y los cadáveres de las palomas, que parecen recordarnos la futilidad de cualquier pasión humana, lo cual no es poca enseñanza. Sólo por eso este monumento merecería mejor trato.

Al margen de la leyenda, la realidad debió ser más prosaica. La Torre de don Fadrique, que perteneció a un conjunto palaciego prácticamente desaparecido, es como todas las de su género un símbolo del poder señorial, una atalaya desde la que pregonar la fuerza de los genes, la sangre blasonada. Esta giralda civil, que mezcla elementos románicos y góticos -algo infrecuente en el Valle del Guadalquivir- simboliza también la impotencia histórica del Ayuntamiento a la hora de gestionar el patrimonio de la ciudad desde la época de los veinticuatro. Tras años de semiabandono, Urbanismo anuncia ahora la inminente adjudicación y posterior firma de contrato para la restauración del monumento y su entorno, un pequeño jardín lleno de encanto donde, entre otros cachivaches arqueológicos, duerme su sueño eterno la mutilada estatua de Fernando VII. Sentimos ser cenizos, pero cada vez que los munícipes hispalenses anuncian uno de estos proyectos, muchos nos ponemos a temblar. ¿Pavimentarán con granito de Quintana el viejo huerto señorial? ¿Lo llenarán todo de horrendas señaléticas? ¿Transformarán la atmósfera romántica del lugar en un jardín neojaponés-caribeño de chinos blancos y cocoteros? No es ninguna exageración. Asómense si no a las obras de la Plaza de la Magdalena.

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