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La tribuna

aquilino Duque

Religión e imperio

EL 22 de mayo de 1961 escribía en su Diario el rumano Mircea Eliade: "No se entiende nada de la vida, de la cultura y de la política americanas si no se tiene en cuenta que los EEUU tienen sus raíces en la teología. A nation of God, les gusta decir de ellos mismos. Los orígenes religiosos de la democracia americana (su gran fuerza y, a la vez, su trágica debilidad) provienen de aquí: la democracia no ha conseguido secularizarse; es una institución política híbrida."

Da la impresión de que el gran estudioso de las religiones que fue Eliade deplore la insuficiente "secularización" de la democracia norteamericana, por contraste con las democracias europeas que nacieron secularizadas. Esta condición de la secularización ab ovo no parece por otra parte que haya hecho a las democracias europeas más fuertes y menos trágicas que la democracia norteamericana o, por afinar más, anglosajona. Y es que la democracia que se proclama en la Declaración de Filadelfia en 1776 tenía sus orígenes en el Old country y muy en especial en la revolución de 1668.

La gran diferencia entre ambas democracias, la anglosajona y la continental, estriba en que la antropología de la primera, por sus fundamentos religiosos, tiene por piedra angular el pecado original, mientras que la segunda tiene como base de partida la bondad natural del hombre. He aquí por qué la primera, en su prudente desconfianza, establece un sistema de frenos y balanzas y el principio de la división de poderes, mientras que la segunda da carta blanca a la "voluntad general". Esta mentalidad es lo que permite a la democracia europea hacer trampa por sistema con sus propias leyes, ya que cuando le conviene, no tiene inconveniente en someter la diosa Razón a la ley del número. Esto es así desde la abolición del Ancien Régime, que sí que tenía un fundamento religioso. Hasta entonces no había monarca que se tuviera por tal si no lo era por derecho divino. El propio Bonaparte no paró hasta hacerse coronar emperador por el Papa.

La gran aportación de la democracia fue la de la igualdad ante la ley, algo que se entendió de modo diverso a ambas orillas del Canal de la Mancha, pues mientras en el de acá suponía la abolición de privilegios y particularismos, en el de allá se mantenían, procurando, eso sí, que no entrasen en conflicto unos con otros. También, todo hay que decirlo, al otro lado del Atlántico la isonomía o igualdad ante la ley se entendió más a la francesa que a la inglesa, pero no deja de ser curioso que la democracia o, mejor dicho, el sistema parlamentario, haya tenido más continuidad en el país en que se mantuvieron los privilegios y los particularismos (Gran Bretaña) que en el que se abolieron (Francia). Como también lo es que, abolidos los grandes imperios continentales, el último el soviético, la púrpura imperial fuera a recaer en exclusiva sobre esa democracia que, según Mircea Eliade, no logró secularizarse del todo.

Si esta democracia es una "institución política híbrida" como afirmaba el sabio rumano, lo es menos por lo que tenga de religiosa que por lo que tenga de imperial. Ahí es donde está su "trágica debilidad"… o su trágica fuerza, y esto lo vieron muy bien observadores tan distintos como Agustín de Foxá y Octavio Paz, favorable el uno a lo imperial y el otro a lo democrático.

La gran derrotada de la II Guerra Mundial no fue Alemania, sino toda Europa, que quedaría muchos años a merced de los dos grandes Imperios vencedores: el americano y el soviético. La Historia y la geopolítica tienen horror al vacío y por un momento se pudo pensar que el vacío dejado por la Unión Soviética lo podría ocupar Europa del mismo modo que la Unión Soviética ocupó el vacío dejado por el III Reich. Pero la Historia es imprevisible y la Europa que apenas se libraba de uno de sus ejércitos de ocupación, se vería infiltrada por gentes de civilizaciones ajenas que socavarían los cimientos de su civilización, ya quebrantada. En esas condiciones, es más previsible en Europa una balcanización que una helvetización, por emplear el dilema señalado en su día por el suizo Denis de Rougemont. Una Europa "multicultural" que repudia sus raíces cristianas sólo puede aspirar a ser un mosaico, no ya de naciones, sino de tribus, cuyo peso político seguirá siendo insignificante entre el Imperio americano y el Imperio ruso, si es que es verdad que éste repristina su tradición autoritaria atemperada por la religión, como predicaba Solyenitsin con gran escándalo de los beatos de la panacea democrática.

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