Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Ruina olímpica

El estadio de la Cartuja se construyó para unas Olimpíadas y ha acogido una muestra de arte cofrade

Dictadores, reyes, jeques y políticos demócratas, en el Gobierno y en la oposición, desde un presidente a un concejal de pueblo, todos se pirran por un asiento en el palco de un estadio. No se es nadie si no se consigue una plaza en la tribuna de autoridades. Está claramente definida. Por eso el estadio es tan necesario, tan requerido, tan previsto, tan promocionado, más tarde o más temprano, por los señores de la cosa pública. Cuanto más grande mejor.

Sevilla no iba a ser menos. También tiene su estadio. Olímpico. Mejor: olímpico. El de la Cartuja fue proyectado y construido para eso, para unas Olímpiadas. Pero ha albergado una muestra de arte cofrade (y no les quepa la menor duda de que muchos en la ciudad han aplaudido el cambio). Pero qué más da, esas autoridades de la tribuna, esos que parten el bacalao, los que están en la pomada, los que gobiernan -y sus amigos que los ayudan a gobernar, los del palco VIP-, tienen siempre a punto el reclamo, el gancho, del deporte o de la religión para congraciarse con el respetable cuando la cosa se pone chunga y para hacerse pasar por uno de los suyos, muy del pueblo, lo mismo encasquetándose una bufanda del equipo más fardón esa temporada que colgándose el medallón de la sagrada imagen que toque. Afición y Tradición. Funda un listo un partido con este nombre y a poco está sentado en la mesa de negociaciones para formar nuevo Gobierno. Visto lo visto.

Los gobiernos pierden no el norte, sino los cuatro puntos cardinales por un estadio. Sobre todo los municipales. Al estadio de una ciudad -y no digo ya de un pueblo- le ponen el nombre de un alcalde y éste ya puede diñarla en paz. Si el estadio, olímpico o a secas, queda después para acoger una feria de antigüedades, al alcalde en cuestión se la trufa. El está muerto, pero el estadio lleva su nombre, aunque se caigan a pedazos las letras de su apellido. Así es la megalomanía.

Un fósil de antes de la última glaciación o un buque fantasma a la deriva es lo que parece, en medio de la nada, el estadio olímpico de Sevilla que no es olímpico y que en 2019, el de su veinte cumpleaños, no va a ser nada. Las camadas de gatos que habitan en las tripas de la mole van a ser felices, no les molestarán los greñudos de AC/DC ni las pijitas de Alejandro Sanz. Su cubierta se cae y hay que arreglarla. Así que cierre. Y sin noticias de la reapertura. No se trata de darle un flete y ya está, es un obrón. De 15 millones de euros. A ver de dónde salen, a ver quién los pone. ¿15 kilos más para el estadio? ¿Para qué? ¿Para más amistosos mortecinos de la selección o para un jubiloso bautizo colectivo de Testigos de Jehová? Mejor que lo dejen como está. Que las generaciones venideras sepan que sus antecesores eran espléndidos y no reparaban en gastos a la hora de levantar un Monumento a la Ruina.

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