La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La cochinada de los cubos de enfriar los tanques de cerveza
EN Netflix hay algunas cosas buenas. Pocas, pero las hay. El otro día me tropecé con una de ellas, Supongamos que Nueva York es una ciudad, el documental-entrevista que Scorsese hace con Fran Lebowitz , una de esas escritoras judías rebosantes de divertidísima ironía, cuya vida no se entendería sin la Gran Manzana. Uno siente una gran admiración por el sentido del humor judío y cree firmemente que quizás España carezca de este (Inglaterra e Italia son los dos únicos países europeos que lo tienen, según Alfonso Ussía) por la ya lejana expulsión de los semitas en 1492. Claro que se podría argumentar que miles de hebreos se quedaron en forma de conversos, pero prefirieron dedicarse a refundar órdenes religiosas y a escribir poesía mística antes que a contar chistes. ¿Y El Quijote?, dirán algunos, ¿no es eso humor? Cervantes, por mucho que nos duela admitirlo, es una isla maravillosa, algo único e irrepetible que nada tiene que ver con el alma hispana. A nosotros nos va mejor Quevedo.
Pero volvamos a Fran Lebowitz. En el documental hay un momento en el que la autora de Breve manual de urbanidad comenta sus paseos por Nueva York en los últimos tiempos. Le parecen horribles, porque las calles se han llenado de obstáculos por todas partes: puestos de perritos, mupis, veladores, bancos... Casi no se puede caminar con tanta chatarra y tanta gente. Y es entonces cuando le sale a la Lebowitz el ingenio propio de los sabios de Sión: “Es como si estuviese en casa de mi abuela. Solo faltan las fotos de los nietos y platos con gominolas”. Y claro, no puedo evitar la tentación de llevarme esto a mi terreno y concluir que Sevilla también parece la casa de una abuela o, para ponernos más trágicos, a uno de esos oscuros apartamentos de antiguas glorias del cine que solo se alimenta del aire viciado de sus antiguas glorias, lleno de cachivaches y retratos viejos. Sin embargo, pese a todo, a la gente le gusta venir, quizás porque todos nos sentimos mejor cuando vemos a alguien más desvencijado que nosotros. Y tanto que les gusta venir. Solo hay que darse un paseo en estos días del acueducto por el centro, con la Avenida de la aún vigente Constitución repleta de almas y el tranvía limitado en la estación del Alfonso XIII o el Archivo de Indias (eso sí, el importe del viaje es el mismo). Más que una ciudad, Sevilla parece estas tardes un campo de fútbol con exceso de aforo, y es difícil comprender este amor por las masas del hombre contemporáneo. Como decía don Alberto Muriel, “muchedumbres, ni de obispos”. Dan ganas de hacer como Santa Teresa, de linaje judeoconverso: salir pitando y renegar de esta ciudad diabólica. Pero quizás a muchos nos pasa lo que a Fran Lebowitz con Nueva York: ya es demasiado tarde para huir.
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