CUANDO se acerca la reconquista del electorado es habitual hablar, con grandilocuencia, de la necesidad de un pacto educativo que dote de estabilidad a nuestro sistema escolar. Quizás sea el único punto en el que todos aparentan estar de acuerdo. Sin embargo, cuando se analizan las prácticas habituales en las aulas, la vida real de la escuela, no se observa inestabilidad alguna y sí necesidad de cambio. Un pacto de apariencia o interesado políticamente no es deseable, ya que no servirá para cambiar lo fundamental y supondrá acordar la estabilidad y no el cambio necesario, condenando a la educación a un nuevo periodo de silencio en lo esencial.
Los elementos del cambio necesario sobre los que debería girar el debate los agrupamos en dos grandes categorías: cambios estructurales y modificaciones en los contenidos esenciales. La primera engloba los problemas que aquejan, casi crónicamente, al funcionamiento de nuestro sistema educativo: formación y selección del profesorado, escasa autonomía de los centros educativos, desigualdad que genera la triple red escolar (pública, concertada y privada), urgente revisión de los anacrónicos espacios y tiempos escolares, dirección gerencial, en detrimento de la pedagógica, de los centros, la presencia de la religión en un estado aconfesional, como consecuencia de acuerdos obsoletos sin valor político para cambiarlos, y una inspección educativa burocrática y carente de la independencia necesaria.
En segundo lugar, nuestra sociedad debería clarificar qué transmite a sus Herederos, utilizando el título original de la magnífica película, titulada en España La profesora de Historia. Es decir, cuáles deben ser los contenidos educativos, el patrimonio cultural que legamos a las nuevas generaciones. Las escuelas han servido a lo largo de la historia para fines diversos. Pero quizás los que les han otorgado mayor grado de dignidad han sido aquellos que responden a su capacidad para legar y establecer un orden. Es decir, en primer lugar, quienes dirigen una sociedad y quienes enseñan, deben tener claro aquello que se transmite a los niños, adolescentes y jóvenes, sea cosa material o inmaterial. Para el tema que nos ocupa serán los bienes inmateriales los que deben primar, a no ser que se pretenda, en los tiempos que vivimos y con la demencia que se vislumbra en algunos dirigentes, que la escuela también se convierta en lugar de transacciones materiales o monetarias, más allá de las que se derivan del negocio que supone la propia institución para algunas entidades. Por tanto, tener una mínima aproximación a los contenidos básicos del saber y del saber hacer que deben perdurar en la memoria colectiva, debe ser el núcleo central del debate educativo y no los intereses de colectivos de quienes ejercen el poder, en sus distintas versiones, que instrumentalizan interesadamente la educación, precisamente para fines contrarios a los que debe servir en una sociedad democrática. Demos un paso más como aportación a ese debate: no estamos planteando el concepto de contenidos educativos o patrimonio cultural ni como un "retorno a lo básico", propio de concepciones conservadoras, ni como una mera transmisión de la tradición. Estamos hablando de hacer legible la realidad que rodea a los alumnos, de convertirla en palabras (como aquella maravillosa experiencia de la ciudad de las palabras ideada por Eulalia Bosch) y preguntarse sobre ella siendo conscientes, además, de que esa realidad cultural se encuentra en plena mutación y en un auténtico cambio de paradigmas.
Por otra parte, las escuelas deben poner orden en el caos que supone el mundo y la vida del ser humano. Poner orden es enseñar no sólo a preguntar sino también a mirar la realidad y subrayar los trazos y colores relevantes. Si se imponen las preguntas y las prioridades, se cierran las respuestas. Si se fuerza una mirada, verán, no mirarán, una realidad amputada y parcelada. Los niños acuden a la escuela, al menos inicialmente, para que le ayudemos a preguntar y mirar una realidad que no entienden y, a veces, les asombra y sobrecoge. Por tanto, los maestros y profesores, como funcionarios de la sociedad y la cultura, deben seleccionar, reordenar, criticar, preguntar y enseñar a preguntar y mirar, para que el legado transmitido tenga significado y sentido y lo asuman como propio.
Con la vorágine legal y el chismorreo, como el ruido mediático a que da lugar, cuando se habla de nuestra educación, no se están abordando las grandes cuestiones, sobre las que debe girar el debate para un posible pacto educativo, es decir cómo abordamos los cambios estructurales necesarios y qué y cómo organizamos el conocimiento que legaremos a nuestros sucesores.
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