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Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Vuelta a las andadas silenciosas

Uno se pregunta agobiado en una fantasmal plaza de San Lorenzo: "¿Joder, esto va a ser así siempre?"

Otra vez como si fuera el último hombre sobre la faz de la tierra, el único que habita la ciudad. Estoy seguro de que son muchos los que tienen esa misma sensación al volver a su casa en plena noche, después de las once, porque el trabajo -y porque no hay teletrabajo que valga- no les permite hacerlo antes. Estoy seguro de que algunos compañeros del periódico -los colegas del cierre- han debido tenerla, al salir más tarde que yo y no cruzarse con nadie, absolutamente con nadie, en el camino a su hogar o hasta el lugar en que hayan aparcado el coche. Yo regreso a pie por calles céntricas, silenciosas, vacías, con todo cerrado a cal y canto, respirando un aire funéreo propio de alguna leyenda becqueriana, tan propio del día de hoy. Y a pesar de haberlo vivido y haberlo sentido ya en aquella primera ola o primera fase o como demonio se llamase, es una experiencia inservible, no sirve para nada. Ese silencio y esa solitud siguen siendo tan inhóspitos como la primera vez, allá por marzo, en las noches del confinamiento más duro. Como sostiene el cónsul Geoffrey Firmin en ese otro Día de los Muertos ya eterno desde las páginas de esa obra maestra que es Bajo el volcán, "de cualquier manera el tiempo es falso curandero". No, no hay forma de acostumbrarse a esa ausencia total y abrumadora.

No debemos hacerlo, tenemos que oponernos a que lo haga. Por muy asfixiante que sea -tanto que en una desértica y fantasmal plaza de San Lorenzo uno se pregunte agobiado: "¿Joder, esto va a ser así siempre a partir de ahora?"-, hay que coger aire e impedir que esto se erija, en adelante, en nuestra forma de estar lo que sea que nos quede en el mundo, en nuestra manera habitual de actuar y proceder. Pero no debemos hacerlo alentando y menos participando -ni siquiera buscándole una mínima justificación- en esos disturbios callejeros cuyos instigadores invocan la palabra libertad y se echan a la calle como heroicos rebeldes contra una dictadura. Es de temer que habrá muchas más noches vacías y solitarias en las que el único rumor que se incruste en ese silencio sea el de nuestras propias pisadas. Quizá caminemos meditabundos, inmersos en muy personales y desasosegantes cavilaciones acerca de qué es todo esto y qué será, pero eso no significa que hayamos doblado la cerviz. Quemar un contenedor en medio de una avenida sólo hace humo, además de apestar. Es de esperar que quienes facilitan y distribuyen la mecha organizando esos tiberios -y no los desgraciados que la encienden- acaben con quemaduras de primer grado penitenciario.

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