La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La alegría de Fito
CON un trasfondo de pelea por el poder dentro del PP madrileño y al amparo de la violencia creciente de grupos organizados que revientan las manifestaciones pacíficas, vuelve a debatirse la vieja idea de regular el derecho de manifestación en el centro de las ciudades. Lo llaman regular pero quieren decir restringir.
La alcaldesa de la capital, Ana Botella, y el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, vienen presionando a la delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes, para que restrinja el derecho a manifestarse en el cogollo de la ciudad (los entornos histórico-artísticos, las zonas de gran afluencia de turistas y los ejes estratégicos del transporte público). Cifuentes aparece en los círculos de dirección del PP como posible candidata a ocupar los cargos de los otros dos en las próximas elecciones. Por eso digo que la polémica esconde una lucha política interna...
Pero volvamos a la cuestión. Lo que proponen Botella y González es impedir las manifestaciones en el territorio central y populoso de Madrid y derivarlas a zonas menos visibles y que alteren menos la tranquilidad ciudadana. El ministro del Interior, Jorge Fernández, se ha subido rápidamente al carro: considera "muy atinado" circunscribir el derecho a manifestarse a "un lugar específico". Entiendo que se refiere a un sitio del extrarradio, amplio, de poco tráfico y menos densidad de vecinos y transeúntes. Vamos, un manifestódromo. Un corralito urbano en el que los manifestantes no molesten a nadie.
Por el contrario, yo veo muy desatinada la idea. El ejercicio del derecho de manifestación, como el de otros derechos, siempre conlleva molestias a terceros, desajustes de la normalidad, cierto desorden. Por otra parte, quienes se manifiestan buscan legítimamente la máxima repercusión de su protesta, que se les vea y se les oiga, que juntándose y gritando puedan conseguir sus reivindicaciones. Desterrarlos por sistema a lugares prácticamente clandestinos acabaría desvirtuando el derecho constitucional de manifestación. Eso lo suelen tener claro los tribunales, que de forma sistemática rechazan las resoluciones gubernativas que pretenden imponer este tipo de restricciones.
Distinto es el problema de las actuaciones violentas que proliferan en torno a las manifestaciones. Deben ser reprimidas con rigor y proporcionalidad por la fuerza pública y, mejor aún, evitadas por los servicios de orden de los organizadores. Como antes.
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