Cuchillo sin filo

Francisco Correal

fcorreal@diariodesevilla.es

Waldo y Wanderley

A Vinícius Junior no lo insultaban en Valencia por negro sino por ‘blanco’

Vinícius ha entrado en campaña. Ayer a las ocho y cuarto de la mañana hacía zapping en la tele. En la 1, Antena 3 y Tele 5 era el tema de conversación. El oasis sólo estaba en Teledeporte, donde una voz sosegada retransmitía un resumen del campeonato de Europa de Gimnasia Rítmica. El pobre de Vinícius ha entrado en campaña a su pesar. Por el tormentoso final de un partido de fútbol en Valencia, la ciudad por la que en las vísperas habían pasado los líderes nacionales de los principales partidos, Pedro Sánchez por el Oceanogràfic de Calatrava; Núñez Feijóo por la plaza de toros en la que Carrillo, todavía con peluca, reconoció en 1976 entre el público a Sara Montiel, a la que Ceausescu se la había presentado en Bucarest.

La demagogia ha encontrado el caldo de cultivo perfecto. Ni la afición del Valencia es racista ni España es una sucursal del Ku Klux Klan, como parece deducirse de la soflama de Lula da Silva, más compasivo con Vinícius que con Zelenski, o de las salidas de pata de banco de Echenique o Rufián. El primer negro que ganó el Pichichi en la Liga fue Waldo Machado, un brasileño que jugó en el Valencia y fue máximo goleador en la temporada 1966-67. Era hermano de Wanderley Machado, que jugó en el Málaga de Viberti. El apellido de los poetas sevillanos es frecuente en Brasil, como bien sabe Pablo del Barco. Cuando España permitió la entrada de futbolistas extranjeros (dos por equipo), los primeros futbolistas negros que llegaron fueron Biri Biri al Sevilla y Keita al Valencia. La afición del Turia no es racista, es antimadridista. A Vinícius no le insultaban por ser negro, sino por ser blanco. Si encima es buenísimo y entra al trapo, lo tiene todo para ser piedra de escándalo. Lleva diez goles en la Liga, los mismos que Iñaki Williams, que también fue objeto de insultos racistas.

Esto no tiene nada que ver con la extrema derecha ni con la xenofobia, aunque sean argumentos muy socorridos en campaña electoral. A los árbitros se les ha dicho de todo y nadie ha movido un músculo por defender el honor de las madres de los colegiados. Hubo un tiempo en el que Iniesta, santo laico del fútbol patrio, no podía pisar San Mamés; igual que le ocurría a Fernando Hierro en Riazor, a Figo en el Nou Camp o Diego Rodríguez en el campo del Betis, estos dos últimos por traiciones y deslealtades casi shakespereanas. Nadie levantaba acta de los insultos, los descerebrados se quedaban a gusto, liberaban sus fobias y un día después paseaban al perro, cedían el asiento a los ancianos en el autobús o se manifestaban contra la privatización de los alcorques.

El fútbol es de las cosas más hermosas que inventó el ser humano. Lo dijeron Camus, Pasolini o Michael Nyman. Pero atrae a lo más abyecto, a lo más ruin. Algo parecido ocurre con el sexo, me decía una vez Eduardo Galeano. El público no es soberano para insultar. Tiene razón Xavi: a nadie se le insulta mientras está trabajando. Y eso vale para Vinícius y para el Rey de España. No vamos a blindar la Monarquía de los vituperios con un rey negro, príncipe de Zamunda. Javier Bardem, insospechado hombre-anuncio del republicano Donald Trump, se lo pensaría dos veces antes de dar un viva a la República.

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