La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La alegría de Fito
En los tibios días que preludian la llegada de la primavera, unas plantas arbóreas con abigarrados racimos de flores blancas (Bauhinia forticata), blanco-rosadas (B. variegata) o rosa-purpúreas (B. purpurea) comienzan a deslumbrarnos en algunas calles, plazas y jardines. Las tres especies son conocidas como árboles orquídeas, pues sus inflorescencias las recuerdan y poseen un alto valor ornamental. Los de pétalos blanco-rosa y los de rosa-púrpura son originarios de países asiáticos, aunque extendidos mediante cultivo por la mayoría de climas tropicales y subtropicales, mientras que los de pétalos blancos provienen de Sudamérica. Todos reciben el apelativo de pata de vaca por sus acorazonadas hojas bilobuladas que muestran un perfil semejante a la pezuña de este animal, siendo similares a las del árbol del amor, de las cuales se distinguen por poseer el extremo foliar hendido y no puntiagudo. Son semicaducos y, al igual que sucede con las jacarandas, no quedan desnudos en invierno en las regiones templadas.
Usadas desde antaño en medicina popular, en especial para el tratamiento de la diabetes y como diurético, son plantas rústicas resistentes a la mayoría de plagas y enfermedades, adaptándose bien a las ciudades sin heladas persistentes. Los árboles orquídeas fueron introducidos en Sevilla con motivo de la Exposición Universal de 1992 y sus rotundas floraciones pueden admirarse hoy en día circundando la glorieta del Cid, en la calle Almirante Lobo y la avenida de la República Argentina, en parques como el de María Luisa, en el Jardín del Valle o en la Alameda de Hércules, constituyendo en conjunto una de las explosiones cromáticas más sorprendentes de la primavera hispalense. Sagrados para los monjes budistas, se les atribuyen desde antaño supuestas propiedades amorosas por la alta sensualidad que desprenden sus colores, formas, diseños y fragancias. Conviene tener presente que la palabra orquídea procede del griego orchídion (testículo), considerándose en diversas culturas ancestrales que dichas plantas reproducen en sus estructuras los genitales humanos masculinos o femeninos.
Estos maravillosos árboles, del mismo modo que todos los que pueblan las absorbentes ciudades modernas, nos otorgan supremos valores ecológicos y estéticos. Es necesario asimilar que la población arbórea de una urbe está constituida por seres vivos individuales. Si talamos, sustituimos o maltratamos uno de esos ejemplares sin motivo suficiente, actuamos con el mismo sentido ético que si lo hiciéramos con un animal. Cualquier árbol acoge otras formas de vida y es distinto a todos los demás, mereciendo respeto, consideración y derecho a vivir en las condiciones más dignas posibles, pues todos portan en sus células la quintaesencia de la Tierra y del Universo.
"De los parques, las olmedas/ son las buenas arboledas/ que nos han visto jugar,/ cuando eran nuestros cabellos/ rubios y, con nieve en ellos,/ nos han de ver meditar"(Campos de Castilla, Antonio Machado).
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