César Romero

El buen soldado

Dos rasgos sobresalían del carácter de José Manuel Sánchez del Águila: el entusiasmo y una cierta ingenuidad, que no perdió pese a los sinsabores vividos

11 de febrero 2022 - 10:40

Un día ya lejano, allá por 1996, vi en el escaparate de Pretil, librería que estaba en Muñoz y Pabón, tres novedades de una editorial desconocida: Capela. Paco Lineros, el librero, me dijo que era nueva y su dirección estaba en Sevilla. Algo cansado de recibir idéntica respuesta de todas las editoriales adonde mandaba mi primer libro (iluso, ignoraba que el cansancio devendría en hartazgo), decidí una tarde, después de salir del preparador, acercarme a Virgen de la Antigua. La supuesta sede era el despacho profesional del abogado José Manuel Sánchez del Águila, que había sacado en ella su primera obra, Recuerdo de un olvido, y que me dio un chasco, al relatar que en verdad sólo publicaba autoediciones de amigos de su fundador, Bernardo Víctor Carande (de ahí lo de Capela, la finca extremeña de los Carande), y, luego de un rato de charla, inauguró una amistad que ha perdurado más de un cuarto de siglo.

José Manuel Sánchez del Águila, que se acercaba a los cuarenta aunque parecía más joven (siempre lo pareció, hasta que la mucha nicotina acumulada le dejó caer, a plomo, los años), encontró en aquel veinteañero que preparaba oposiciones alguien con quien compartir afanes literarios y jornadas de tertulia y parranda. Dos rasgos sobresalían en su carácter: el entusiasmo y una cierta ingenuidad, que no perdió pese a los sinsabores vividos. Su entusiasmo desdecía las viejas palabras de Ford Madox Ford en El buen soldado, que afirman que la historia más triste es que las páginas del libro de la vida se vuelven familiares, que tomamos demasiadas veces la misma curva, porque redescubría con ilusión primeriza páginas cien veces leídas de sus queridos Azorín, Cernuda o Cortázar. Y afrontaba un viaje a Marchena en su destartalado Dos Caballos, para un juicio, como si le fuera la vida en ello. Y se iluminaba, cual adolescente, ante el encanto de cualquier beldad de paso. Su ingenuidad, esa leve ingenuidad que quizá sea el mejor antídoto contra el envejecimiento, era el motivo de que, luego de cuatro décadas de ejercicio profesional, siguiera en el turno de oficio. O de que defendiera causas un punto quijotescas (como la de la memoria, la real y no la llamada histórica, de Utrera Molina). O de que se proclamara a los cuatro vientos falangista, en tiempos en los que hacerlo lleva más al ostracismo legal que al social.

Difuminado su perfil en una nube de humo, al empalmar tantos cigarrillos, intercalados con palabras entusiastas y atropelladas que comparten algún párrafo releído o recordado, sentado a una de las mesas corridas de su querida Carbonería, mientras ensalza el ole sin gracia, pero lleno de espontaneidad, proferido por una guiri deslumbrante en un arranque flamenco, o sueña proyectos librescos que durarán lo que otra copa en la tan eterna como efímera madrugada. Así lo voy a seguir viendo en mi recuerdo, que demasiado pronto, y demasiado rápido, se está llenando de ausentes.

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