La lluvia en Sevilla

Las calles meadas

No tener donde orinar no es responsabilidad de la gente, sino de los servicios municipales

De vuelta al barrio la noche del Viernes Santo, me encuentro en el Arenal con la Virgen del Patrocinio. La noche está abierta, la calle oscurita y sin mucha gente, la brisa deliciosa, y mi ánimo íntimo a la vez que en contacto con lo de afuera. Así que me detengo a ver pasar el palio. No sé qué sones sonarían ni cómo la mecerían ni qué dulce vino había probado, pero la sensación más agradable que conservo de aquel momento fue un aroma buenísimo, una sinestesia olfativa de las gordas. El olor de santidad y la osmogenesia tienen que cantar más o menos así. El cielo debe de oler un poquito a talco, no me pregunten por qué. Al menos esa recreación momentánea de la gloria olía como a talco y a flores armónicas de muchos tipos que trasminaban su aroma ayudadas por un leve rastro a incienso.

El contraste con la pestilencia más absoluta no tardó en llegar. Fue atrochar por las callejuelas para adelantar a la comitiva por ver si llegaba antes que El Cachorro al balcón de un amigo de la calle Castilla, cuando recibí la enésima patada en las narices de la noche. Por las calles aledañas a los itinerarios procesionales no se podía ni pasar, del puro hedor. (Y en Semana Santa no hay ninguna otra manera posible de llegar a ningún sitio si no es por la calle de atrás, por todas las calles de atrás habidas y por haber. Eso, o dar un rodeo histórico por la ronda). Horas antes, a la caída de la tarde caliente, por González Abreu los vapores úricos se alzaban del pavimento para mezclarse los unos con los otros y taladrar las fosas nasales, en un pestazo intenso y eterno. No se trataba de un tufo que se va tan de repente como vino. Era un olor persistente de mil meados de mil demonios sedimentados en distintos estratos de distintos momentos de la Madrugá.

En algún momento habrá que orinar, me dirán ustedes, y en la Madrugá no hay bar que valga. También tendremos derecho a orinar las señoras, responderé. Que también tenemos vejiga y más reparo que muchos hombres a la hora de soltar las aguas menores en puertas ajenas. Que aún hay demasiados hombres que se echan a un lado para abrirse la bragueta y desaguar en plena calle no hay duda, pero, en este caso, no tener donde hacer esa necesidad no es responsabilidad de la gente, sino de los servicios municipales. No puede ser que un evento de la magnitud de nuestra Semana Santa, que concentra tal número de almas y uretras, no disponga de un plan para poder resolver esta cuestión con el mínimo decoro. Los urinarios de los bares no pueden ser la solución, ni tampoco la hospitalidad del vecindario. Las experiencias sensoriales para el recuerdo de la semana grande de Sevilla debieran ser como la de la Virgen del Patrocinio oliendo a lo que huelen las espaldas aladas de los ángeles rubitos. Y no esta otra de atravesar, al borde del vómito, las calles infectas de meados.

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