Los canónigos y el tiempo

Tiene el Cabildo de la Catedral el atractivo peculiar de las cosas antiguas, casi perdidas ya en la memoria colectiva

En la guía sentimental de la ciudad, los canónigos del Cabildo de la Catedral, esa institución fernandina que tanto poder tuvo en sus buenos tiempos, no ocupan el lugar que merecen. Cuentan que en épocas pasadas los Cabildos tuvieron un peso enorme en la gobernanza de las diócesis, y hasta los aires renovadores del concilio fueron fuente de tensión y discordia con los obispos. Yo los recuerdo de niño, la mañana de la Virgen, en el Corpus o en su octava, como viejos regordetes con sus caras sonrosadas andando despaciosos con la mirada despistada en sus viejos misales por las naves inacabables del templo grande, o por los alrededores, Don Francisco Gil-Delgado con su perro grande y un cigarro siempre en la mano, cerca de esa placita tan celosamente suya, donde la tradición los situaba con derecho a vivienda y canongía.

Tiene el Cabildo de la Catedral el atractivo peculiar de las cosas antiguas, casi perdidas ya en la memoria colectiva, que persisten más por una vocación de isla de tradición en un mar de modernidad que por su propia finalidad cultual y litúrgica de origen. Y nada más que por la conservación de esos nombres sonoros que llaman a sus dignidades (Deán, Chantre, Arcediano, Maestrescuela…) o la humorística fina que adorna su relación de siglos con la ciudad, hay que desearles larga vida. Dicen que fue Don Santiago Montoto quien dio vuelo al renombre de la esquina de Placentines con el Palacio Arzobispal como de Matacanónigos, por la corriente de frío que allí se producía, como una Siberia con repique de campanas, en expresión afortunada de Antonio Burgos.

El otro día, el periódico traía la noticia del nombramiento por el señor arzobispo de los nuevos calonges y la renovación de dignidades. Y fue de pronto como si se nos viniese el tiempo encima, cuando leíamos, ay, no los rotundos apellidos aquellos del tiempo de nuestros mayores que sonaban sobre todo a ancianidad venerable en morado y blanco, sino nombres bien conocidos y hasta cercanos, como los de mi antiguo párroco Marcelino Manzano, la alegría omnipresente de Ignacio Jiménez o el de mi amigo Adrián Ríos, con quien tuve la inolvidable suerte de escuchar el silencio más sonoro (la frase es suya, no mía) delante del Sepulcro gloriosamente vacío. Y quizá por primera vez, pensé que los tiempos implacables de la ciudad que creíamos lejanos también nos están alcanzando a nosotros.

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