Ojo de pez

pablo Bujalance

E l clavo ardiendo

EN una entrevista que publiqué hace ya algún tiempo con un escritor de la primerísima fila del panorama literario nacional, el susodicho se lamentaba del escaso eco que la voz de los intelectuales españoles tiene en la sociedad contemporánea. Yo le pregunté si no creía que, sin embargo, a menudo esos mismos intelectuales que persiguen la aprobación de la sociedad viven ensimismados en su propio carisma y su propio negocio, mucho más preocupados por el reconocimiento de su obra que de los problemas y la vida cotidiana de esa misma ciudadanía. El escritor se mostró sorprendido y me confesó que no sabía de qué le estaba hablando. Recurrí entonces a la metáfora facilona de la torre de marfil y su tono cobró sonoros matices de indignación ante mi alevosía. Confieso que me llevé un chasco, no sólo porque admiro al autor en cuestión, también porque vi confirmadas mis peores sospechas: a buena parte de la plana intelectual del país, incluidas algunas de sus luminarias indiscutibles, sólo le interesan de la población a la que se dirigen los halagos que puedan caer. Son, en el peor sentido de la palabra, e independientemente de su adscripción ideológica, unos señoritos. Y que Dios me perdone.

Claro, que tampoco hacía falta comprobarlo a nivel particular. Es cierto que los espacios reservados a la divulgación cultural, artística y filosófica son cada vez menos, pero los que quedan son insoportablemente aburridos y elitistas, especialmente en televisión. Los ambientes literarios, amparados por las instituciones públicas, mantienen el regusto rancio de las tertulias de provincias del XIX pero sin las saludables rivalidades de antaño: sus participantes, novela en mano, se llevan razonablemente bien mediante el elogio al estilo krampack, y con ello los egos, ahora que nadie, según dicen, coge un libro, quedan satisfechos. Cierto, asistimos a un desmantelamiento brutal de la cultura a través de leyes de educación de insaciable tecnocracia y de subidas del IVA a mayor gloria de los teatros vacíos. Pero también va siendo hora de que quienes hacen la cultura vayan asumiendo responsabilidades.

Todo esto viene a cuento del alivio que me invadió cuando se anunció el Premio Príncipe de Asturias para Antonio Muñoz Molina, justo el modelo de intelectual que España necesita: riguroso, empeñado en significar en su tiempo y en su gente, sin partidismos ni concesiones a la frivolidad, dueño de una literatura tan magistral como amateur. Él es nuestro clavo ardiendo. La coartada a la esperanza. Razón y rabia. Pura alegría.

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