Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

En coche hasta al váter

Una medida sobre el tráfico que nos parece apropiada en otra ciudad nos resulta un disparate en la nuestra

Paseamos tranquilos, contemplándolo todo con el regocijo que provoca poder constatar que es real lo que hasta entonces sólo habíamos visto en fotos, en la televisión o en el cine. Y podemos hacerlo así, tranquilos, al ritmo y con las pausas que requieren nuestros itinerarios de viajeros sin mapa y de paseantes sin GPS, inmunes a esa ansia taquicárdica que condena al berrinche a tanto turista programado, porque nos movemos en un espacio que las autoridades locales de esa ciudad han decidido preservar del tráfico. Y nos decimos, agradecidos, que da gusto deambular por un lugar así, sin coches atascados cuyos conductores crispados compiten en bocinazos, acelerones, frenazos e improperios; un sitio con el aire bastante más limpio y el ambiente mucho menos ruidoso al que no le hace falta ningún reclamo pseudopoético del tipo "el tiempo parece haberse parado" porque el tiempo sigue: también ahí están en el siglo XXI, también ahí están a punto de cambiar el calendario de 2018 por el de 2019. Más bien parece que es nuestra ciudad la que se ha quedado anticuada, tan reacia a asumir riesgos con medidas que si en un principio pueden parecernos plenas de incovenientes a la larga resultan acertadas.

No es que todo lo mejor ocurra en las demás ciudades y lo peor prospere en la nuestra. Pero si tenemos con tanta frecuencia esta percepción cuando somos foráneos deberíamos preguntarnos si como nativos no estamos abonados a la cerrazón y a oponernos por sistema a cualquier iniciativa que intenta hacer de nuestro entorno un lugar más habitable. Así, nos parece muy apropiada y ventajosa para sus habitantes -y para sus ocasionales visitantes, nosotros- la decisión de limitar el tráfico en el casco histórico de esa ciudad en la que pasamos unos días de asueto, pero una medida similar nos resulta un disparate y hasta una aberración si al Ayuntamiento de la nuestra tan sólo se le ocurre plantearla o hablar de ella. La relajación de la que disfrutamos en la urbe que habitamos como forasteros durante unos días se torna en estrés en la propia: no queremos pasear en la nuestra, queremos ir a, y cuanto más rápido mejor. Consideramos entonces que la forma más idónea de llegar a ese punto es subiéndonos a un coche, ya sea como conductor o como acompañante, porque a bordo de él nos convencemos de que llegaremos antes y sin cansarnos. Y al final, ahogados en el atasco, cuántas veces nos hemos desengañado, cuántas veces nos hemos arrepentido. Habría llegado antes andando, nos hemos dicho intentando que el cabreo no anegue el resto del día. Pero si al Ayuntamiento le da un día y en serio por acotar y restringir el tráfico en el centro formaremos la bronca. Hasta al váter queremos ir en coche. Aunque lleguemos tarde y nos lo hagamos encima.

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