La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Los cubos de don Antonio Hiraldo

Suyo fue en gran medida el éxito de la primera visita del Papa, lástima que se quedó sin ser obispo por sufrir ceguera La muerte de un sacerdote nacido en Morón de la Frontera

Antonio Hiraldo, cuando clamaba por la restauración de Santa Catalina.

Antonio Hiraldo, cuando clamaba por la restauración de Santa Catalina. / (Sevilla)

Cuando don Carlos Amigo llegó a Sevilla en 1982, el cura Hiraldo llevaba meses de trabajo para preparar la primera visita de un Papa a la ciudad para beatificar a Sor Ángela. Aquello sí que fue un hecho histórico en la tierra reconquistada por San Fernando y que fue sede de San Isidoro y San Leandro. Don Antonio tenía carácter, genio, fuerza y... la desdicha de ir perdiendo la vista antes de que comenzara el invierno de su vida. No hay nadie que recuerde una tensión igual a la generada por la presencia por unas horas de Juan Pablo II en la ciudad. El Papa pasó varias noches en Sevilla en 1993, pero la del 82 era la primera visita, la más difícil y englobada además en un contexto que lo volvió todo más complejo: el atentado que sufrió el Santo Padre en la Plaza de San Pedro y la llegada al poder del PSOE en las generales del octubre rojo, lo que derivó en que Juan Pablo II fue recibido por Calvo Sotelo, un presidente del Gobierno en funciones.

Hiraldo estaba llamado a ser obispo. Se quedó sin mitra porque el nuncio Tagliaferri (conocido como el chincheta) se dio cuenta de que a don Antonio le pusieron en el atril un texto con unas letras más grandes que las del rótulo del Banco de España de la Plaza de San Francisco. Monseñor preguntó y le explicaron que el cura sevillano se estaba quedando ciego. El nuncio mandó parar la ordenación episcopal de Hiraldo. 

Don Antonio clamó por la restauración de Santa Catalina con ingenio. Nos convocaba a los periodistas con frecuencia para que las autoridades no olvidaran el templo. Elegía días lluviosos y nos dejaba movernos con total libertad por la iglesia. Colocaba cubos para que se percibieran con claridad las filtraciones en las cubiertas. Hiraldo no fue obispo, pero jamás se le discutió la autoridad moral, el saber hacer las cosas, la habilidad para moverse en las altas instancias y en los sitios donde no había precisamente moquetas.

Era cura por los cuatro costados, sabía latín y quizás pagó el precio de decirle la verdad a los superiores, pero su concepto de lealtad y fidelidad a la Iglesia le obligaban. Para el recuerdo quedan varios cafés en los años de cierre de Santa Catalina, alguna confesión sobre la ilusión que le hubiera hecho ser el cura de mi boda y que siempre tuvo el móvil abierto para los periodistas. Hasta el final, como el pasado noviembre cuando recordamos los 25 años de aquella gran visita. Totus Tuus! Hoy lo veo por los pasillos del Seminario, de paseo por Nervión, por las naves de la Catedral revestido de canónigo o recordando matices de la venta de San Telmo. Estará discutiendo con sus cardenales, Bueno Monreal y Amigo, desde la más profunda lealtad y desde un indiscutible amor a la Iglesia. Y manejará los cubos según las necesidades.

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