CUANDO escribo no sé cómo resultó el Carranza de anoche, pero para discernir mi tesis se me importa una higa qué es lo que pasó. El Trofeo Carranza, al que asistí en más de cuarenta ediciones, fue un acontecimiento en sus inicios que fue acrecentándose de manera espectacular con la participación del Real Madrid de Di Stéfano para ir diluyéndose hasta recibir el golpe de muerte a medida que la televisión fue plantando en él sus reales.

El Trofeo Ramón de Carranza fue instituido bajo la alcaldía de José León de Carranza y con el asesoramiento de un sevillano tan ilustre como Ramón Sánchez-Pizjuán más la participación de un periodista también sevillano, aunque sólo de adopción, Joaquín Carlos López Lozano. Ellos colocaron el tren en la vía con la participación, claro, del muy pujante Sevilla de la época y el apoyo de los sevillanos que veraneaban en la Tacita o que hasta allí se desplazaban a ver a su equipo.

Así, con el Sevilla de principal atractivo, fueron sus tres primeras ediciones, pero el reventón llegaba en la cuarta, en 1958, con el debut del Madrid en Cádiz y de Puskas en España. Fue el año del desencuentro del Sevilla con Cádiz, hasta el punto de que no volvería hasta 1981. Pero el trofeo ya estaba siendo televisado y, además, perdía la curiosidad de ver a unos grandes astros que la propia televisión te los enseñaba desde que irrumpían en el estrellato universal.

Y languideciendo paulatinamente fue convirtiéndose en el cadáver que hoy es. En todo ese proceso contribuyó también de forma decisiva la progresiva degradación del Cádiz y así nos estallaba en la cara una edición, la quincuagésima, que hubo de disputarse en San Fernando, o esta de anoche. Pero esta devaluación de los trofeos no es patrimonio gaditano, sino de todos. Y es que en agosto hay ya demasiado fútbol oficial como para que llame la atención un bolo veraniego.