Dignidad ante el hambre

04 de julio 2025 - 03:06

De niño vi cosas en Palomares del Río, la localidad sevillana donde me crié, que marcaron mi personalidad. Tenía dos escuelas, el colegio y la de la calle. A lo mejor no sabía quiénes fueron Góngora o Quevedo, pero distinguía veinte clases de pájaros y sabía para qué servía una ortiga. Los hombres y mujeres del pueblo tenían una gran dignidad. Lo mismo desenterraban una gallina sepultada en el estiércol, muerta de morriña, para hervirla y zampársela o echársela a los perros de caza, que no les daban los buenos días a los señoritos que no los trataban con respeto. Los señoritos de Palomares se ataban los pantalones con una guita y a lo mejor tenían un millón de pesetas en la Caja Rural. Eran en general unos mediocres sin cultura ninguna, unos botarates que enseguida que te enfrentabas a ellos te amenazaban con la pareja de la Guardia Civil o el cura. También había señoritos buenos y generosos, de los que no humillaban a los pobres. Recuerdo que un día robé un reculo de un melonar y me cogió infraganti el dueño. Me obligó a comérmelo, aún verde, con pipas y todo, y me fui de vareta allí mismo, en su presencia. Pero él lo vendió como un acto de generosidad hacia el famélico niño. “Celebro que te haya gustado”, me dijo con cara de abejorro viudo. ¡Una delicia, sí! Mi abuelo materno, Manuel Casado Peña, era un pobre muy digno. Alguna vez vi cómo un señorito trató de humillarlo en público, pero aguantó siempre el tirón. Un día le dijo a uno: “Ya lo cogeré cuando se le atasque el coche en el Majano”. Recuerdo ahora la vieja copla de Francisco Moreno Galván, el poeta de La Puebla de Cazalla: “Señor que vas a caballo/ y no das los buenos días/ si el caballo cojeara/ otro gallo cantaría”, que cantó por tientos Pepe Menese. Hoy, los que tienen hambre les piden paguitas a los gobernantes y pocas veces les sacan las uñas. Se avería un tren, no te llevan agua y bocadillos y no le pegas fuego a la máquina. Nos han amansado. Hace dos semanas fui a un ambulatorio para que me dieran una cita con mi médica por un asunto importante, me dijeron que no había ninguna posibilidad de ser atendido y me fui a casa sin destrozar el mostrador. En otros tiempos, de niño, le habría metido al señorito el reculo por el culo o le habría vaciado las ruedas del tractor. Nos han sometido como a burros con orejeras.

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