
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La tentación de la 'dolce vita' en Sevilla
En aquellos primeros años 90, a Valdivieso se le solía ver todos los días, a eso de la una de la tarde y tanque en mano, en el viejo bar de la Moneda. La estampa era de una coherencia absoluta: la arquitectura de Van der Borcht, los ornamentos de Cayetano de Acosta, el bullicio de los estudiantes y don Enrique, siempre charlando con algunos compañeros más jóvenes que él. Aquello era la Universidad al hispalense modo, sin campus neogóticos o zangolotinos con toga y pantalones de franela corriendo por los claustros venerables, pero sí con un bar viejo con el suelo lleno de serrín y cáscaras de altramuces como los que ahora investiga y promociona el amigo Javier Compás, otro de los centenares de discípulos que don Enrique ha dejado diseminados por toda Sevilla.
Estos días de luto por el maestro todos hemos destacado los tres principales méritos de don Enrique: el docente, el investigador y el conservacionista. Pero hoy, en esta nota al pie, me gustaría recordarlo en su condición de paseante por Sevilla, de flaneur en ese cogollo que va de la calle San Fernando a Mateos Gago y de los Jardines de Murillo al Paseo de Colón. Como sevillano de pro que era, al profesor le gustaba la cerveza, las pavías (le dijo a Miguel Polaino que ya no las encontraba buenas) y el palique, por mucho que nunca se apease de su condición de vallisoletano y siguiese hablando con todas sus eses y con una esmerada construcción sintáctica. También conocía bien la Sevilla más doméstica, el interior de prácticamente todas las casas que albergaban algún cuadro que mereciese la pena, los restos de aquel naufragio que fue desamortización y que llenó los hogares burgueses y aristocráticos de la ciudad de lienzos sacros, tantos que algunas casas parecen más bien conventos. No son pocos los que, cuando te enseñan una pintura de cierto caché, alegan como fuente de autoridad definitiva que Valdivieso dijo que era un tovar, un domingo martínez, un roelas, un herrera el viejo, un obrador de Zurbarán o un alejo fernández. Nadie, por supuesto, habla de cuando el catedrático se limitó a desengañarlo y advertirle que su pretendido murillo era una copia más del XIX, de las cientos que hay en Sevilla.
Con Valdivieso no solo se va un gran profesor e investigador, sino también un personaje de la ciudad, un paseante, un explorador de tapas e interiores domésticos, un sevillano irónico con sus momentos de malaje, como manda el canon. Se va, también, una época, la de la juventud de miles de sus alumnos.
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