¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Ussía, el último acto del “otro 27”
Con frecuencia, la equidistancia aparece hoy como un posicionamiento loable, presuntamente sabedor de que no hay buenos ni malos, de que todas las partes tienen su razón y conviene, por ello, encontrar un punto medio. No se trata de ser neutral (la neutralidad exige no involucrarse), ni tampoco de ser imparcial (la imparcialidad conduce a emitir un juicio normalmente asimétrico). La equidistancia es, por definición, pura simetría. Toda opinión parecerá sospechosa. No cabrá atribuir responsabilidades que, se asegura, son sin excepción compartidas. Tampoco permitirá, bajo el pretexto de no quebrantar la ecuanimidad, la verdadera crítica.
Pero convertir la equidistancia en un acto de lúcida moderación si no es, como señalara Primo Levi, una perversión moral en todos los casos, sí esconde siempre una falacia. Buscar el fiel de la balanza como solución a un conflicto, no tiene en cuenta que ese lugar intermedio sea lógico, justo o cierto, olvidando, quizás arteramente, que lo que en realidad debe distinguirse es la verdad de la mentira.
Por eso la equidistancia, que tantas veces nos lleva a soluciones irreales, a la aceptación de ideas erróneas y, por ende, perjudiciales para la sociedad, no es en absoluto una virtud, ni una actitud encomiable. A menudo, además, quienes se definen como equidistantes sólo tratan de evitar que sus afinidades queden expuestas. Rehúyen, así, la confrontación de argumentos y diluyen los hechos para no examinarlos. Se trata, sin duda, de una estrategia tan eficaz como deshonesta. De este modo, se nos impide abordar el debate con una mente abierta y analítica, se nos veta toda posibilidad de reconsiderar el propio criterio y, al cabo, se nos imposibilita determinar cuán veraz es el discurso que se nos ofrece.
Cabe afirmar, incluso, que el equidistante incumple graves obligaciones. Cuando no queremos tomar partido por miedo a ser etiquetados, dejamos terreno libre para que se imponga no la verdad, sino el relato, esa añagaza que construye falsedades mezclando conveniencias, emociones y una legión de vociferantes que aúllan un mismo grito nacido del poder.
Seamos pues imparciales antes que neutrales o equidistantes; eso, el renegar de equilibrios ficticios, nos hará más libres, menos sumisos, más leales para con los demás y con nosotros mismos.
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