Aquienes creemos que el arte -además de largo- es un juguete, gustamos de mirar lo que nos es propio y cotidiano con el ojo del bárbaro, que así lo llamaba Unamuno. Es decir, descondicionados, sin prejuicios, sin preconceptos, no colonizados, libres. Ser exploradora donde se es además aborigen aguza la mirada, el oído y la consciencia, y así se da pie a que sucedan los prodigios. No pocos autores de fuera han alucinado en Sevilla. En los años 20, el gran Oliverio Girondo anduvo por la ciudad en plena Semana Santa. Si llega a ser un dibujito animado, le hubiera llegado la boca al suelo. Cuenta Girondo que Miguel Ángel del Pino lo inició "en los complicados ritos de la más bella fiesta popular". Y escribió versos tan transgresores y plásticos que -de leerlos- Abascal y su fiel escudero Serrano hubieran incluido en su acuerdo para la investidura el regreso de la Inquisición al castillo de San Jorge. En 1935, Roberto Arlt quedó aquí maravillado, y dio cuenta de su extrañeza en sus Aguafuertes españolas. Desde los boquipláticos viajeros románticos -fascinados por los encantos de Serva la Barí- a Santa Teresa de Jesús -que se fue de aquí dando un portazo-, quienes pisan esta tierra se extrañan y asombran de su manera de vivir, sentir, pensar y expresarse. Me encanta participar de este estupor, ser un poquito extranjera en mi ciudad.

Me pongo mi audífono de exploradora, y escucho: hay, en el habla de Sevilla, cosas que me provocan extrañeza y gozo. Cierto hablar impecable y florido, por ejemplo, como si el aire del Archivo de Indias se hubiera asentado por siglos también entre las gentes corrientes. O ese llamar "hija" a cualquiera. Pero si hay algo que me encandila de esta habla es la preferencia en no pocas ocasiones del femenino. "La calor" -arcaizante, rústica, andaluza y americana- aquí significa algo más que el calor ramplón. Sobre todo en plural. Las calores son tremendas. En toda España se habla del botellón pero en la Baja Andalucía lo que de verdad nos preocupa es la botellona. Si nos dan a elegir, preferimos las "tirantas" a los tirantes y las "calzonas" a los calzones. La voz despectiva "maricón" se torna en "maricona" -intuyo que en ello tiene que ver el género sociocultural- y, como otros improperios, en contextos de confianza no se dicen para ofender. En casa se decía "estudianta" o "hermana mayora" antes de que llegara aquello de las jóvenas y esto de les amigues. Es la lengua viva, sin reglar, la vulgar -a mucha honra-, la creativa, metafórica y llena de gracia, la que aquí escoge tantas veces el femenino, o se inventa el género gramatical tal cual le viene (qué me gusta, que me traigan el cocacola, o subirme en el amoto de los Chanclas). Hasta el mismísimo epiceno de que nos digan cómo hablar, aquí aún seguimos deslenguándonos con eficacia, belleza y no poco acierto.

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