Aquel día, la antropóloga se puso las bragas de jueza para visitar un pueblo del norte en el que celebran una mascarada que se remonta al pasado prerromano y que, desde hace siglos, se emparenta con el carnaval. Cuando acabó de contemplar aquello, la señora bronqueó a los presentes por cómo celebraban su fiesta: que así no era, les dijo. Se quedaron de un aire. Obviamente, la mandaron a pasear. Me lo contaba, estupefacto, otro antropólogo, oriundo de aquellas tierras. Me vas a venir desde Madrid a decir cómo tengo yo que vivir mis ritos, mis emociones y su expresión, mi relación con los símbolos y los ciclos, con lo órfico y lo diosiniaco, con mis dioses lares y mis ancestros, si con ello no vulnero a nada ni a nadie (otro gallo cantaría si el rito incluyera quemar un bosque). Esto es un rito vivo, señora, no un fósil cultural. No me cuente cómo tengo que vivir y expresar lo que me es propio.
Pienso en aquello mientras contemplo a la muchedumbre de las redes sociales burlándose de gentes de Cantillana que salen en un vídeo expresándose como suelen en la procesión de la Pastora. Va a ser complicado que ustedes encuentren a servidora en el bando de ningún ofendidito, diciéndole a nadie de qué se pueden o no reír, ni con qué se tienen o no que emocionar. Eso sí, puedo decir, con la misma libertad de expresión que los cibernautas profesan, que esa risotada ante el fervor de Cantillana huele a ombligo con pelusas, a clasismo, a ignorancia arrogante, a mucha falta de mundo. Y a falta de filmografía; les recomiendo a Ocaña en Retrato intermitente, la cinta de Ventura Pons, contando –los ojos le brillan– de qué va esto. O al artista riojano Roberto Martínez en ¡Dolores, guapa!, admirando el fenómeno del encuentro en la calle de las gentes y la expresión popular en la Semana Santa de Sevilla. La expresividad sincera e indómita de los pueblos, sea religiosa o no, siempre se ha mirado con una mezcla de desprecio y sospecha (y con muchas ganas, también, de apropiársela los poderes oficiales y fácticos). Otrosí, hay quien no distingue la superchería beata de la relación íntima y comunitaria con lo humano y lo divino, lo mismo que no distingue entre la diferencia abismal entre los coros y danzas del dictador y la voz que se quiebra en una liviana. Qué le vamos a hacer. Quien no pueda entenderlo por sí mismo no podemos venir a abrirle la mente ni la cabeza, así se queda. Y quien no pueda entender que todo ello podemos, además, resignificarlo y revisitarlo artísticamente con la misma chispa y mirada indómita y mestiza de la que está hecho –como hizo el propio Ocaña–, como manifestación viva y popular y comunitaria que es, que se vaya con la antropóloga del primer párrafo y se dé una vueltecita
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