La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las tatas del poder
Los protagonistas de este envío son nada menos que Jesús de Nazaret y Enrique García-Máiquez. Por este orden, por supuesto, que para trastocarlo no alcanza mi admiración y afecto al poeta y agudo columnista que tenemos la suerte de gozar casi a diario en estas páginas. Enrique se ha atrevido a escribir un libro titulado Gracia de Cristo, pero no, como primero podríamos suponer, sobre la gracia "favor sobrenatural y gratuito que Dios concede al hombre para ponerlo en el camino de la salvación", como pontifica la RAE en la decimocuarta acepción de tan polisémica palabra, sino como, quedándose en la novena, "capacidad de alguien o de algo para hacer reír". O para reírse uno de la gracia de otros o de las innumerables situaciones graciosas en que, gracias a Dios, la vida nos pone.
¿Era Jesús gracioso? ¿Tenía sentido del humor? Se ha ponderado en exceso el hecho indiscutible de que en los Evangelios jamás aparece riendo, ni siquiera sonriendo expresamente, aunque sí disgustado, contrariado, e incluso a veces llorando. El puritanismo sacó petróleo de esa circunstancia para acuñar su versión triste, lúgubre, radicalmente anticatólica, del cristianismo, pero hay que reconocer que esa sombra nos ha acompañado siempre. Ha habido muchas respuestas a esa omisión y Enrique recoge las más conspicuas en la muy elaborada introducción al tema y al libro. Siempre creí yo, cuando alguna vez me dio por pensar en ello, que los evangelistas, entre tanta materia donde escoger, fueron nada más que a lo esencial de lo que debemos saber. Por eso escribieron esas joyas literarias, insuperables en su concisión, aunque tantas veces nos dejen a nosotros con la miel en los labios… y ellos se quedaran con las seguras risas y sonrisas de Cristo en el tintero: "Jesús hizo … muchos más signos… Estos han sido recogidos para que creáis" (Jn 20, 30-31). Ni Juan ni los demás creyeron que la risa del Señor podía ayudarnos en la fe. Enrique García-Máiquez -también un servidor-, sin ánimo de enmendar, faltaría más, piensa que sí, y nos muestra un extenso elenco de situaciones evangélicas en las que la gracia, la risa o la sonrisa son un componente o una consecuencia no por omitidas menos patentes. Rastrear de este modo los cuatro evangelios canónicos tiene mucha guasa, pero también requiere de mucha devoción y amor. A mí me da secreta envidia lo bien que se lo ha pasado Enrique escribiendo este libro.
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